En una ocasión le confesé que me gustaban los tangos y esa misma noche descubrí a Susana Rinaldi. Luego a Astor Piazzola. Hasta a Les Luthiers me recomendó Enrique Chávez, que ya tarde ponía música a la orden de Héctor Rojas Segovia y óperas en las visitas de Antonio Haas. En el centro de la plaza había un aceptable restaurante, con el piano y la voz de Chava Núñez, que en ocasiones se hacía acompañar por Clarisa Coppel, sobre todo en las noches que Jesse Gómez Rubio (el propietario) bajaba de la escalera porfiriana, con su esposa de la mano, vestido de smoking y ella igual de elegante.
Me tragaron las remembranzas de La Concordia y me aparté del tema de los cines, que es el eje de este texto, pero todo lo indicado permitió que el Acuario y el Scorpio, las dos salas iniciales de esta propuesta comercial florecieran de inmediato, marginando del gusto popular a los tres monumentales cines, que se preguntaban dónde había quedado toda esa gente que hacía colas inmensas en sus taquillas. Como dicen por ahí: les había llegado su hora. El Tauro, la tercera sala en La Concordia, les daría la puntilla.
Costa-Gavras, Bertolucci, Kubrick, Antonioni, Visconti, Barreto, Hermosillo, Ripstein, Fellini, Bergman, lo mejor de la cinematografía mundial desfilaría por sus pantallas, que se alternaban para ofrecer cine comercial y cine de culto, y satisfacer todos los mercados. Ahí veríamos El Jinete de la Divina Providencia, de Blancarte, basada en la obra homónima de Óscar Liera.
La existencia de La Plaza de la Concordia y sus Scorpio, Acuario y Tauro, propiciaron el fenómeno de la taquería La Chiripa, donde alguna vez dizque se apareció el diablo. Quizá antes de ello estuvo en una función de aquellos que fueron los últimos cines céntricos de Mazatlán.
Tomado del libro Mira esa gente sola, capítulo “Lo que los cines nos dejaron”.
