Colhuacan y sus aborígenes antes de la conquista

 

ayapinDon Nuño Beltrán de Guzmán, al llegar a lo más alto del cerro de La Lomita, alzó la diestra para ordenar una parada del gran contingente que comandaba. El impresionante paisaje que vieron él y sus acompañantes, les arrancó expresiones de asombro. El anchuroso y largo valle de intenso verdor, selva rica en árboles, ramajes y arbustos diversos les hizo aspirar  agradables olores; bellos pájaros y aves que revoloteaban, animales silvestres: conejos, liebres, armadillos, mapaches, jabalís, venados, ardillas, iguanas, serpientes y un sinfín  de roedores, bichos rastreros y voladores que completaban un mundo selvático viviente y colorido, se anunciaron con sonidos diversos y hasta extraños. Es posible que afirmaran no haber visto jamás nada igual. Las corrientes del Humaya y el Tamazula, de cuyo vértice se desprende el río Culiacán, también avivó el comentario.

Las chozas y largas enramadas que desde aquella distancia apenas se dejaban entrever, les confirmó la existencia humana. Ello les alertó y decidieron seguir adelante. Don Nuño Beltrán de Guzmán volvió a levantar la diestra y ordenó el avance. Dos horas más tarde tambores y trompetas impusieron con su estruendo la presencia del gobernador, su comitiva de clérigos y asesores, los pendones y las altas cruces, los briosos corceles y los soldados españoles que los montaban con sus armas en ristre; los indios que al paso habían sido atrapados para servir de esclavos, con sus cuerpos heridos y sus rostros rendidos, avanzaban ante la expresión horrorizada de sus iguales que los miraban por entre las rendijas de sus jacales.

Al llegar al medio del villorrio, el gobernador de la Nueva Galicia, después de acordar con sus capitanes y consejeros, ordenó instalar una gran cruz de madera y sendos pendones. Mientras esto ocurría, algunos soldados forzaron a los esclavos para convocar a los habitantes. Poco a poco aborígenes fueron llegando al centro mismo donde ahora está la Catedral de Nuestra Señora del Rosario. Dos grandes hogueras se atizaron a los lados de un improvisado templete compuesto de piedra cantera. Las trompetas y tambores lanzaron una estruendosa fanfarria, seis arcabuces fueron disparados y don Nuño Beltrán de Guzmán, dos asesores y dos clérigos, le acompañaron a ocupar el lugar de honor. Un ayudante le extendió un pergamino, y de ahí arrancó las palabras para hacer saber que por mandato de su majestad, dueño y señor de todas las tierras, aguas y montañas, se declaraba la fundación de la Villa de San Miguel de Culiacán.

Desde aquel instante, la ley del conquistador se impuso. La confiscación de bienes se manifestó total, y con ello también la libertad de disponer de la voluntad de todos los lugareños, en particular de las mujeres. Esta situación caló hondo en el ánimo de los Tahues locales y demás etnias de la región.

No lejos de ahí, tres días después, en un punto que desde entonces se identificó como la Isla de Orabá, ocurrió un encuentro inusual, de esos que suelen marcar el alma. Flor de Capomo, una hermosa india Tahue que solía bañarse en las frescas aguas del Tamazula, esta vez acompañada por otras dos, no menos bellas, ajenas al peligro que inspiraba la virginidad de la selva, nadaban jugando a sumergirse sacando pequeñas piedritas del fondo del río. De pronto, un caimán entró al río y nadó directo a ellas. Flor de Capomo se dio cuenta, lanzó un grito y las tres empezaron a nadar hacia la orilla. El caimán dio un giro y se transformó. Una cabellera negra y lacia se dejó notar, luego un brazo, una mano empuñando un cuchillo de oxidiana, envuelto en el remolino, un dorso se confundía con la piel del animal. Un borbollón de sangre dio un giro a lo que se manifestó como siniestra batalla que cobró dimensiones de horror cuando un hombre y la bestia se hundieron, los largos segundos que permanecieron bajo las aguas, cortó la respiración de las bellas indias cuyos pechos se henchían, y sus ojos dilatados mostraban la desesperación. Aspiraban un extraño olor, era el miedo. Veinte metros adelante un indio cobrizo salió a flote y nadó hacia la orilla, valiéndose de una liana logró pisar tierra firme. Sacudiendo su melena mojada, señaló el cadáver del caimán que flotaba jalado por la corriente. Flor de Capomo no dudó un instante y se encaminó hacia el héroe.  Se hincó ante él, él la alzó de su brazo. Con una sonrisa estaré pagado, le dijo. Ella lo miró, y sonrió. Él se inclinó expresando: Yo, soy Ayapín. Cuál es tú gracia, Flor de Capomo.

Aquel inusitado encuentro sería motivo importante para ellos, pero también para la nación Tahue y demás etnias.

Don Diego Fernández de Proaño, alcalde de la Villa, por cualquier pretexto sometía a tortura a los indios, les arrancaba las orejas, la nariz, y si le parecía necesario los mataba. Ante aquel estado de barbarie, también él y sus huestes violaban a las mujeres, incluso niñas. Un mal día llegó un capitán español a una aldea. La madre y el padre de Flor de Capomo salieron, a ella le ordenaron que no saliera. El capitán sabía de esas precauciones, por lo que mandó revisar. Dos soldados sacaron a rastras a la joven, golpearon al padre hasta dejarlo inconsciente, dieron un empujón a la madre y se llevaron a la muchacha. Al día siguiente, Ayapín supo. Al momento fue a cerciorarse del caso, y ahí mismo convocó a los hombres que tuvieran determinación para ir al rescate.

La noche de aquel día, el guerrero acompañado de quince valientes, atacó el destacamento militar de la Villa de San Miguel de Culiacán. Con audacia y valor, logró desarmar a seis guardias a los que despojó de sus armas. Haciendo tronar los arcabuces armó sorpresivo ataque, quemó la troje central donde había decenas de caballos. Huyó llevándose prisionero al capitán y cinco soldados. Al siguiente día, regresó a tres sin orejas y narices con la consigna de que liberaran a los prisioneros, so pena de matar al capitán y sus soldados. El alcalde sintió el rigor del atrevido guerrillero, y cedió.

Ayapín se convirtió en el azote de los gobernantes españoles a los que derrotó incontables veces. Durante cerca de nueve años demostró la reciedumbre del aborigen sinaloense que no se arredra ante la adversidad de la injusticia, y ni se aterra por la prepotencia del cacique abusón.

En un pasaje que expone el historiador y profesor que fue don Jesús Lazcano Ochoa, Ayapín, el aborigen que perteneció a la tribu amparada por Ayaquica, tlatoani de Colhuacan, fue atrapado por las fuerzas del capitán Francisco de Ibarra, quien a su vez estaba bajo las órdenes de Francisco Vázquez Coronado. Convocaron a toda la población, de todas la etnias de valles, sierras y montes para que fueran testigos del sacrificio del temido guerrero. El punto de reunión fue el lugar donde se plantaba el tianguis más grande de la región, sitio donde ahora se encuentra la Catedral. Previo a la ejecución, ocurrida el 22 de abril de 1539, el gobernante en jefe hizo saber que la ejecución serviría de escarmiento para todos aquellos que osaran levantarse en contra de las leyes impuestas por su majestad.

Con cuatro imponentes caballos, Ayapín fue descuartizado. Los gritos de horror y la sangre derramada por todo el centro de la antigua Villa de San Miguel de Culiacán, arraigó para siempre la violencia.

leonidasalfarobedolla.com

Nota. Fuentes de información: Wilkipedia, Hitoria verdadera: Bernal Díaz del Castillo, Sinaloa su drama y sus actores de: Antonio Nakayama.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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