Perlas de pepe

 
 
 
El gentilicio formal para el oriundo de Culiacán es culiacanense, pero desde que tenía muy temprana edad, Mazatlán lo modificó por culichi. Fue tal el acierto del rebautizo que hay quien piensa que lo de culiacanenses está mal aplicado. Para no quedarse atrás, el revire transformó a los mazatlecos en patasaladas, aunque el neogentilicio no ha tenido la trascendencia ni el arraigo del otro. En los románticos tiempos en que el béisbol despertaba pasiones incendiarias, a los culichis se les lanzaban tomates, por su nombre de batalla. Difícil conseguir venados para aventarles a los patasaladas, de manera que la sal fue la solución. En los cielos del Ángel Flores y el Teodoro Mariscal, con el gran clásico en escena, volaba en sentido contrario una de las combinaciones perfectas: el tomate con sal.
Y si las ciudades son diferentes, opuestas en sus formas de ser, sus habitantes también deben serlo. Y vaya que lo son. Hasta en el acento al hablar. Los mazatlecos cuando van a Culiacán a realizar un trámite salen pensando en el regreso desde que piden en la ventanilla su boleto de ida. Arreglado el asunto no hay poder que los convenza de disfrutar unas horas de ocio en la Perla del Humaya.
—¿Por dónde me escapo? —es lo que pasa por la mente cuando alguien nos sugiere hacer una visita técnica a El Guayabo.
Hasta ahora no he escuchado un narcocorrido que diga: “Nos vamos pa Culiacán, nos vamos en la blindada, que nos siga la plebada, nos vamos en caravana. Y me rentan una suite, allá en el hotel Lucerna”. Hasta la rima se tropieza.
Como que se le tiene tanto respeto al ritmo de vida de la capital del estado que no se quiere interferir en él, por decirlo de un modo amable. Eso es algo que nos reclaman nuestros amigos de allá: “Nunca te quedas”. Cierto, varios conocidos se han quedado allá y han transformado sus vidas acomodándolas al estilo de su nuevo entorno, pero a la menor provocación les aflora el chovinismo y son capaces de ir a un partido de los Dorados con una gorra de los Venados. Además, se atreven a andar en short en pleno centro. En casos patéticos le ruegan al marisquero que le caliente el caldo de la campechana, como aquí hemos visto que los culichis piden hielo para enfriarlo.
En cambio los culichis, cuando tienen que hacer algo por acá, buscan la manera de que sea en viernes, para así reventarse el fin de semana. Son pocos los que acostumbran el “pisa y corre”, que tan bien nos sale a nosotros. Cosa que he notado que la gran mayoría detesta tener contacto directo con la arena. No sé a qué se deba esta aversión, quizá para que no se les salen los pies, pero es bastante común en ellos. De hecho muchas de sus mujeres, obras maestras de la naturaleza, suelen visitar la playa en bikini y zapatillas. Otra cosa: se la pasan haciendo comparaciones y es de lo más normal que sin venir a cuento nos salgan con que “es que allá sí trabajamos”.
Son cuestiones de diferencias esenciales entre dos ciudades que se separan no solo por poco más de doscientos kilómetros, sino por muchas cosas más que deberían derivar en un profundo estudio sociológico para desentrañar misterios tan abrumadores como lo es que en Culiacán, el Ángel Flores luzca de manera patética solitario nomás empiezan los Tomateros a perder y el Teodoro Mariscal se vea a reventar con los Venados enmarañados en una interminable sarta de fracasos, por decir solo uno.
Aunque por comodidad todos se remiten al béisbol, la amorosa rivalidad entre culichis y patasaladas tiene mucho más trasfondo, digno de un sesudo ensayo que ni cabría en el espacio que se me concede semanalmente, ni se me pega en gana hacerlo.
 
Texto editado del libro Mira esa gente sola, capítulo “Sobre culichis y patasaladas”.
 

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