El destierro obligado

 
Esperanza se llama. Y lo que más se le dificulta ahora es esperar: sobrevivir ante tantas ausencias y necesidades, en una condición en la que parece no pasar nada: mucho menos justicia.
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Es una de las 30 mil personas desplazadas en años recientes y sus sentimientos son múltiples y algunas veces encontrados, ante la falta de respuesta del gobierno estatal y federal. Tiene cuatro años viviendo en casa rentada, a muchos kilómetros de su tierra, donde ahora padece de todo: amenazas de muerte, ofensas, desesperanza, desolación, desilusión, tristeza, infamia tras infamia, y una cadena de destierros.
Esperanza se llama. Su nombre completo es Esperanza Hernández Lugo, tiene 58 años y su casa está ocupada por personas ajenas a su familia, en la comunidad de Ocurahui, municipio de Sinaloa. Ahora vive en una casa de renta, en Guamúchil, donde paga mil 500 pesos cada mes, desde hace cuatro años.
Justo este enero se cumplen 48 meses de este desalojo violento, solapado por elementos del Ejército Mexicano y las corporaciones policiacas del estado y municipio. Mil 440 días despavoridos, de exilio en exilio, gritando y exigiendo justicia en Culiacán lo mismo que en Guamúchil, la Ciudad de México, Mazatlán y Washington. Y nada. Ni siquiera tienen la categoría de víctimas de la violencia, de parte del gobierno, lo que —a juicio de las autoridades federales— impide otorgarles apoyo.
Las pugnas entre grupos criminales contrarios, de los Beltrán Leyva y del Cártel de Sinaloa, los hicieron huir de sus comunidades en medio de asesinatos, amenazas de muerte y desapariciones. Ocurahui, San José de los Hornos y Sierrita de los Germán, entre otras, suman 40 poblaciones que fueron desalojadas por estos grupos y muchos de sus pobladores tuvieron que caminar durante días, de noche, entre cerros y montes, para refugiarse de los delincuentes ligados al narcotráfico.
En total, son alrededor de 600 familias desplazadas de esta región y de acuerdo con testimonios de los sobrevivientes de este desplazamiento forzado, suman al menos 54 personas asesinadas a balazos de 2012 a la fecha, entre ellas varias familias.
carta peña 2
Frente al desamparo
Esperanza, sus familiares y otros desplazados conformaron apenas en diciembre una asociación civil llamada Caminos de Esperanza para los Desplazados, que ya cuenta con registro ante las autoridades gubernamentales.
Ahí, en Guamúchil, cabecera municipal de Salvador Alvarado, a cerca de cuatro horas de camino en automóvil, de su tierra, su patio, esa casa grande, el viento fresco y los árboles prehispánicos, permanecen cerca de 115 familias de desplazados. Algunos en casas de parientes, otros pagando renta y unos más compartiendo la misma casa: hasta tres familias, desde hace cuatro años, en un pequeño inmueble de apenas dos recámaras y un cuarto que funciona como cocina, sala y comedor.
Pero Hernández Lugo no se queda con los suyos, esos de Ocurahui y San José de los Hornos o la Sierrita de Germán, para emprender esta lucha. Va más allá de sus causas. En al menos 11 o 12 de los 18 municipios (Culiacán, Badiraguato, Choix, El Fuerte, Concordia, Cosalá y otros), tienen sus desplazados, y algunas de estas familias se emplearon como jornaleros agrícolas, en los campos de hortalizas, pepenadores en los basureros —como pasó en la capital sinaloense—, o se fueron a Sonora y otros estados.
Datos de la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos (CDDHS) indica que en Sinaloa suman entre 25 y 30 mil las personas desaparecidas. El caso más reciente fue en Cosalá, donde permanecen unas 700 personas que huyeron de los operativos de la Marina en poblaciones del municipio de Tamazula, Durango.
Pero también los desaparecidos y asesinados, como los 11 pescadores que salieron de Choix a trabajar en Sonora, en mayo de 2015, y que permanecen desaparecidos.
“Llegan familias de desplazados, de otros municipios, y me dicen que si yo soy quién está apoyando a los desplazados. Lo único que les digo es que cuentan conmigo, que hay que luchar, porque del gobierno no hemos obtenido nada, así que es poco lo que yo les puedo dar que no sea eso: luchar”, manifestó.
 
Sola
Esperanza parece alejarse de su nombre, aunque a ratos, a regañadientes, se acerca y milita y conjuga, a secas, ese verbo selvático y luminoso, y otras escarchado y hueco: esperar. La amenazaron de muerte el 7 marzo de 2015, a través del teléfono celular de su hija, al que llegó un mensaje de texto de remitente desconocido: “dile a tu madre que si no se va, la vamos a matar”.
Por eso fue protegida por la Comisión Mexicana para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos y se tuvo que ir a vivir a la Ciudad de México, donde permaneció cinco meses y medio (de marzo a mayo), en una casa rentada por el Gobierno del Distrito Federal.
En marzo viajó a Washington y durante varios días recorrió edificios y oficinas, para protestar, exigir, gritar, lo que pasa en Sinaloa y en México, los desplazamientos, desapariciones, homicidios e injusticias. Lo hizo ante la Organización de las Naciones Unidas (ONU), la Organización de Estados Americanos (OEA), y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, pero también ante la Unión Europea y el Departamento de Estado, de Estados Unidos.
Ante las autoridades internacionales, organismos ciudadanos y gobierno estadunidense Esperanza se sintió escuchada, nutrida de luces y ánimos y amaneceres. Lo que no encontró en México —frente a diputados, senadores, Procuraduría General de la República, Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas y Suprema Corte de Justicia de la Nación—, lo estaba teniendo en el extranjero.
Pero retornó a Guamúchil, cansada del encierro y de las medidas cautelares, añorando a sus hijos y nietos, y queriendo reactivar su lucha.
“Me regresé porque no podía estar fuera de mi estado, lejos de los míos. Porque además sentí que debía seguir en la lucha, para ver si somos escuchados”, sostuvo.
Posteriormente, Hernández Lugo fue sacada de Guamúchil, también por razones de seguridad, y trasladada a Mazatlán, donde vivió solo unos meses. Y al fin, de nuevo, a la cabecera municipal de Salvador Alvarado.
Está sentada en el patio. Una despensa la espera a poca distancia. La estufa echada a perder por los días en que no estuvo en este inmueble, las cercas de alambre instaladas encima de la barda del patio, los reflectores para sorprender intrusos y las cámaras de video vigilancia. Hasta hace unos días, una patrulla de la Policía Ministerial la estuvo resguardando. No volvieron más, aunque Esperanza sabe que es inútil: la amenaza está vigente y ella poco puede moverse y sabe que no hay condiciones para regresar a Ocurahui, a menos que acepte trabajar para los narcos que ahora controlan y asolan la región.
A la mano unos detergentes, un patio con mecates y ropa seca y ella del otro lado de esos lentes bifocales. Y atrás, un sol que no calienta y que despertó a los guamuchilenses con ocho grados. Y así, ella sonríe. No muestran sus labios ni sus dientes ni sus chapetes, las huellas del destierro. Al contrario, se ve entera y atrincherada: agarrando aviada para volver a pelear.
“Estoy desilusionada. Sola. Porque a pesar de las denuncias, peticiones… todo lo que se ha hecho, nada hemos recibido. Nada se ha solucionado”.
 
Diez cartas
De acuerdo con datos de organismos ciudadanos, las familias desplazadas pasaron de 161 mil a 280 mil, de 2011 a 2015, en el país. Pero para el gobierno, como bien lo plantea la presidenta de la naciente organización Caminos de Esperanza para los Desplazados AC, no son desaparecidos ni asesinados ni lesionados. Entonces es como no existir. Porque igual, la ayuda no llega.
 
Así se lo planteó a Enrique Peña Nieto, presidente de la República, en cada una de las diez cartas enviadas. La más reciente, con fecha de enero de 2016, ya fue en otro tono. Ahí se asoma el desespero, estila la desolación y la impotencia, y también la desesperanza:
“He enviado infinidad de escritos a su persona, a través de la oficina de atención ciudadana, mi pregunta es ¿no se le ha informado? Porque de otra manera no me explico su indiferencia a este problema tan doloroso, grande y grave”.
Dijo que ya no se trata de las 600 familias de las 40 comunidades del municipio de Sinaloa ni los 40 asesinatos sumados en años recientes, sino más de 100 homicidios, incluso de mujeres y niños, en el municipio de Choix, lo que provocó el desplazamiento de más de 400 familias, de 2012 a la fecha.
“Eso fue solo el principio, pues a lo largo de estos cuatro años y ante la indolencia e incapacidad de nuestro gobernador Mario López Valdez se han seguido dando los desplazamientos de cientos de familias, ahora de los municipios de El Fuerte, Ahome, Mocorito, Badiraguato, Culiacán, Navolato, Elota, San Ignacio, Concordia, El Rosario y Escuinapa, por mencionar algunos. Lo más doloroso de todo esto es que estos desplazamientos van de la mano con levantones, un gran número de asesinatos, y desapariciones forzadas.
“Ante todo esto nos preguntamos ¿Dónde están nuestras autoridades y dónde está nuestro presidente, pues sabemos perfectamente que esto fenómeno de desplazamiento forzado interno afecta a varios estados del país?”.
En este lapso, agregó, las familias desplazadas han sufrido todo tipo de carencias y violación de derechos humanos, pero también la ausencia de respuesta de parte del gobierno, en todos sus niveles.
“A lo largo de este calvario le puedo asegurar que lo más cruel y doloroso ha sido su silencio, señor presidente. Que a pesar de ser un problema conocido incluso internacionalmente, no haya habido una sola palabra de apoyo, de aliento para los miles de desplazados en su país. Que a pesar de todo, seguimos creyendo en usted”.
En la misiva, le exigen al mandatario que el problema de desplazamiento forzado interno sea reconocido a nivel estatal y nacional, se autorice un presupuesto especial para las víctimas, que se legisle en la materia y se apliquen políticas públicas para atender este fenómeno, se instalen mesas de trabajo para analizar y resolverlo, y que el presidente haga un recorrido por las zonas donde permanecen las familias refugiadas.
Añoranza
Esperanza se mueve entre esa lucha por sus representados, su familia y ella misma, y los pocos o nulos resultados obtenidos en este destierro de cuatro años: de casa en casa, donde la tierra siempre es ajena y todo es de otros. Lo que no le quiten, asegura, es su nombre, y conjugar, aunque sea tímidamente, en un desierto, el verbo esperar.
“Añoro la libertad, los espacios, el clima. El clima, sobre todo. Fresco. Que todo sea abundante y nuestro, mío”, afirmó.
Lo único que ha hecho el gobierno estatal, aseguró, es financiar a noticieros de televisión, como Televisa, para que realicen reportajes en Sinaloa con la intención de desmentirla y hacer creer que los desplazados regresaron a sus comunidades.
Sabe que no solo necesitan regresar, sino que haya condiciones para vivir allá y poder quedarse. Garantías, nada más y nada menos. Tiene rabia y de la buena, de esa que no se manifiesta con espuma blanca en la boca, pero sí con ese acelere entrecortado y digno, en su pecho, y esa mirada de faro de puerto de mar.
“Estoy ofendida. Así me siento, ofendida por el gobierno. Pero también desilusionada, decepcionada y sola. Me siento sola. Pero sabe qué, voy a seguir en la lucha, porque lo único que quiero es eso: regresar”.
21 de enero de 2016

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