Menos doctos y más sabios

 

 

Ensayos 3

 

¿Cómo leer los Ensayos de Michel de Montaigne (Francia, 1533-1592) en este siglo XXI? ¿Es que aún hoy, en nuestro contexto, tienen algo importante qué decirnos? Como casi cualquier libro que descansa (en realidad nunca reposa) en el panteón de las obras clásicas, que ha sido leído y releído por siglos, los Ensayos de Montaigne han pasado la prueba del tiempo y, dada la universalidad de sus temas, “nada humano me es ajeno”, han logrado mantenerse vigentes hasta nuestros días. Si en los diálogos de Platón asistimos a una dramatización, a una disputa escénica de ideas, en los escritos de Montaigne se nos invita a una viva y placentera conversación. Lo que sucede en sus páginas es el despliegue mismo de la vida. O eso nos hace sentir.

 

Acaso por ello el profesor del Collége de France, Antoine Compagnon (Bruselas, 1950), autor de una veintena de libros, aceptó la invitación que le hicieron para hablar de Montaigne en la radio, durante el verano, cada día de la semana. Se trataba de bucear en las miles de páginas de los Ensayos, encontrar cuarenta pasajes interesantes y de actualidad, con la finalidad de comentarlos brevemente para un auditorio que quizás en ese momento disfrutaba la playa o la quietud de su casa. Un desafío provocador para una época que privilegia la distracción, el consumo y la novedad.

 

En Un verano con Montaigne (Paidós, 2015) se reúnen cuarenta breves ensayos, originados e inspirados por el aludido programa de radio, transmitido en Francia en 2012. Compagnon elige un párrafo o dos de los Ensayos y los sobrevuela con una escritura por demás sencilla y familiar. No sorprende que desde el segundo capítulo aborde ya el tema de la conversación, la discusión, el diálogo, pues era un arte preciado para Montaigne: “Celebro y acaricio la verdad, sea cual fuere la mano en la cual la encuentro, y me entrego a ella con alegría, y le tiendo mis armas vencidas en cuanto la veo acercarse…”.

 

Esta humildad tan socrática y pirrónica es esencial en el pensamiento de Montaigne. ¿Qué sé yo? es su insignia. Por eso se acerca vacilante a la discusión. No posee la verdad y ni siquiera está seguro de sí mismo. Los dogmas le parecen absurdos. Si hay algo presente en sus páginas son las referencias a la movilidad, inestabilidad y diversidad. “Sólo la variedad me satisface”, afirma en algún lado. No desea fijar el ser, sino su devenir; su tránsito por este mundo turbulento y cambiante. Como pensador escéptico —político y abogado al final de cuentas—, acepta la condición humana, con sus esplendores y sus arraigadas miserias.

 

Cuando Montaigne se retiró de la vida pública, se puso a escribir. No por la escritura misma ni por la gloria, sino para releer a los antiguos que tanto amaba (Plutarco, Cicerón, Horacio, Séneca); para aprender de ellos cómo pensar, vivir y morir. Únicamente los pedantes tienen por oficio “rapiñar la ciencia en los libros”, no para el entendimiento: sólo por acumulación y prestigio vano. Lo provechoso para Montaigne es la docta ignorancia, una educación cuyo fin sea la sabiduría, el saber hacer y el saber vivir, antes que la cantidad de información y conocimientos, el llenado inútil de la memoria. Menos doctos y más sabios.

 

 

 

 

 

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