Los Mochis en la memoria

 

 

 

Las ciudades de juventud son tatuajes que se llevan para toda la vida. Siempre estarán intactas en la memoria y solo movidas por las trampas de la mente y los juegos erráticos de la imaginación. Ambas terminan por exaltar lo recordado y reducir el resto a la nada. Nací y crecí hasta aquella salida furtiva de Los Mochis. Aquel Mochis pequeño donde casi todos nos conocíamos y compartíamos nuestra parte de pueblo chico, infierno grande. Donde los ricos, clasemedieros y pobres frecuentemente coincidíamos en la primaria de los hermanos Ordoñez, la IMA o la prepa de la UAS. Nos retroalimentábamos todos en ese pueblo cuadriculado y pavimentado rodeado de ejidos con fuerte olor a caña de azúcar  quemada que me ha perseguido toda la vida.

Para mí, que venía de una familia trabajadora, coincidir con el otro me representó el acceso no sólo a la formación formal, sino a la vida que estaba en otro lado. Tuve la fortuna de tener amigos que había salido del terruño, cuando yo a los 14 años escasamente conocía Guasave,  solo mi radio de transistores me había permitido imaginar el mundo y fue la música que trasmitía un hombre desde una cabina perdida en algún lugar del sur de California, la que me impulsó esas ganas, que no se me acaban, de viajar, como un ejercicio continuo de fuga y encuentro; revelación y asombro.

Años más tarde vi la película American Graffiti dirigida por George Lucas y producida, nada más y nada menos, que por Francis Ford Coppola, quienes nos revelan el mundo imaginario de ese personaje semiclandestino llamado Robert Smith, pero mejor conocido como Wolfman Jack, que irradiaba cada noche su fuerza sobre los sentidos través de los mayores éxitos de rock del momento. Yo escuchaba sus aullidos en la soledad de mi cuarto del sur de la ciudad siempre como preámbulo de alguna rola de The mamas and the papas o la voz potente de John Fogerty. Me alcanzaba la madrugada pensando en esos músicos que estaban en algún lugar y sentía nostalgia por no estar en esos ambientes que sacudían mis emociones. Solo me tranquilizaba el sonido suave que desplegaban los autobuses que transitaban por la carretera Internacional. Aquella experiencia musical me alegró la vida, y la compartía con amigos que lo mismo sintonizaban la angelina XERB Radio 1090  de Wolfman Jack, o una radio extraviada de Oklahoma City, que distribuía su repertorio de rock en el Valle del Fuerte.

Ese estado de permanente excitación por lo desconocido se atenuaba con la asistencia de los bailes preparatorianos donde el sonido de la bandas excelentes de Sonido 13 y La Guerrilla, con la voz grave de Mumu y el requinto inigualable del Topillo, nos hacían olvidar nuestras penas con sus interpretaciones de James Brown o Jimmi Hendrix.

Tiempo de los amores de mano sudada. De cinco pesos en la bolsa. Los primeros cigarrillos y cervezas. Sexo comprado. Susceptible a cualquier influencia socialmente incorrecta. La mariguana que apareció en la prepa Mochis con el subsecuente despido de decenas de alumnos que habían hecho una red de consumidores furtivos. La política que llegó una mañana con bombas molotov para evitar que Luis Echeverría candidato entrara a las instalaciones universitarias en su campaña por votos.

Estaban todavía los ecos del 68, que para muchos jóvenes era la expresión de que todas las vías estaban cerradas y la única salida era la armada, pero para otros un grito de libertad. Aparecieron por la prepa los “enfermos” con sus tesis explosivas, sin que pudieran convencer a más de uno. Nosotros como generación queríamos vivirlo todo sin dogmas, como lo enseñaba Herman Hesse en sus novelas. Y luego, como siempre en la vida, los caminos se diversificaron y la vida llevó a cada uno por sus derroteros. Unos se fueron a los Estados Unidos o la frontera norte, otros a la ciudad de México y Guadalajara, los más a Culiacán y una franja se quedarían en su ciudad para siempre. La mayoría no nos volvimos a ver y ahora que cruzo los 60 años, con varias restas entre aquellos amigos, volteo a ver el terruño con nostalgia, me sobrecoge lo perdido: juventud, ingenuidad, imaginación, ideales y aventura.  Y lo ganado, para los que tomamos la decisión de irnos y sólo volver esporádicamente, es un triunfo pírrico, porque la vida es más que un título, una conveniencia, una carrera en pos del éxito, alejado de aquella emoción rebelde que en muchos vi en sus formas de vestir, hablar o peinarse, de proyectar futuro y ahora son la viva expresión de lo que en el fondo algunos pensamos que no queríamos.

En fin, Los Mochis es mi tatuaje cultural, las otras ciudades donde he vivido son mi inspiración para escribir el proyecto de mi último tramo de vida con la música melancólica de American Graffiti y la voz profunda del hombre lobo que todavía disfruto en las madrugadas como en esta en que cierro este texto.

 

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