No precisamente como homenaje a la original de La Habana, sino simplemente como bisnes, en ciudades grandes del país: Monterrey, Guadalajara, el Defe, por lo que sé, encontramos un lugar llamado La Bodeguita del Medio.
En una de las paredes de La bodeguita del Medio original se puede leer un exitoso lema publicitario firmado por Hemingway: My mojito in La Bodeguita, My daiquiri in El Floridita.
Esas, digámoslo así, son algunas de las herencias que este tormentoso escritor norteamericano, nacido en Oak Park el 21 de julio de 1899 y fallecido por motu proprio el 2 de julio de 1961, en Ketchum, dejó a un pueblo que le vio vivir en sus depresiones, en sus francachelas para exorcizarlas, en sus alegrías.
Dos años más tarde de recibir el premio, en un gesto impregnado de cubanidad, Hemingway procede a cumplir una promesa: acude a la Basílica de Santiago de Cuba a entregar la medalla del Nobel a la Virgen de la Caridad del Cobre.
De los veintiún años de estancia en Cuba (1939-1960) quedan las anécdotas vivas que cuentan los viejos, las leyendas que se inventan en torno al personaje, dos museos que albergan pertenencias y, ¿por qué no?, atmósferas esenciales en la literatura de Hemingway.
Todas las leyendas en torno a huracanes, tesoros, apariciones de vírgenes de mar, artes de mar, todo eso que escuchó en ese pequeño pueblo de Cojimar, quedarían plasmadas en El Viejo y el Mar, la obra que lo pondría en la antesala del Premio Nobel, que por primera y única vez en la historia ha ganado el pueblo de Cuba. Claro, en su persona.
Por eso en Cuba los viejos que estuvieron junto a Ernest Hemingway no creen que se haya disparado una escopeta el 2 de julio de 1961 en Ketchum, ellos prefieren quedarse con la idea que dejó Papá la mañana del 21 de julio de 1960 al decirle a su mayordomo, René Villarreal, a punto de soltar las lágrimas: “¡Regresaré, tonto, pronto regresaré!”.
Texto editado del libro Mira esa gente sola, capítulo Hemingway, cincuenta años.
