Punto de nostalgia XVII: El Panteón Civil de Culiacán

panteón civil

Leonidas Alfaro

Ocupa un predio bardeado por el bulevar Leyva Solano entre Vicente Guerrero y Aldama ¿Desde cuándo existe? No lo sé, lo que sí recuerdo es que de niño, allá en los lejanos cincuenta, al pasar por el lugar me daba miedo. Le tenía miedo a los muertos, pero eso se fue esfumando cuando al cumplir los ocho años, creo, empecé a familiarizarme con el campo santo, así lo identificaban las personas mayores de entonces.

Resulta que varios amiguitos, los días 1 y 2 de noviembre, fechas en que se conmemoran el día de los angelitos y de muertos, me invitaban al panteón a limpiar tumbas. Éramos vecinos de la colonia Miguel Alemán, nosotros vivíamos en la de enseguida, la Benito Juárez, más conocida como La Mazatlán (colmaz). Por aquella actividad nos pagaban de 50 centavos a un peso; al final de aquellos días lográbamos una verdadera fortuna de hasta 30 pesos, de eso le daba a mi madre 20 y con el resto disfrutaba para mis chuchulucos por varios días. Así fue como le perdí el miedo a los muertos. Al contrario, hasta les agradecía al llegar aquellas fechas.

Pero luego empecé a tener miedo a los vivos. En el Panteón Civil, ignoro por qué causas, había asilados una notable cantidad de enfermos de sífilis, o enfermedades similares, el caso es que la gente los identificaba como Los Lazarinos. ¿Sería acaso que el mote les venía de aquél que se levantó y anduvo?

A esos sí les tenía mucho miedo y asco, porque además de que decían que eran enfermos contagiosos, impresionaban por sus cuerpos esqueléticos, deformes, con llagas horrendas y rostros carcomidos. Con los años pude entender por qué les permitían salir a la banqueta del panteón: la enfermedad que padecían no era contagiosa. Sin embargo, creo que el shock producido por ellos a los otros, era desagradable.

En los primeros dos días de noviembre, el Panteón Civil se llena de gente; sus calles adyacentes son ocupadas por puestos que venden para veneración de los fieles difuntos: mazos de flores y sencillos e ingeniosos arreglos, veladoras, inciensos, cuadros y pequeños monumentos de santos. Para los visitantes diversidad de comidas, chucherías y bebidas. Aquello se convierte en una animosa, y hasta podría decir, alegre romería. Las manifestaciones de los supuestos dolientes es  entusiasta, sea por el encuentro de parientes, o por los recuerdos de tiempos felices que hacen presente al que se fue.

El Panteón Civil concentra miles de historias. Cada tumba, lápida o mausoleo es en recuerdo de uno o más personajes de una familia. Familias de todos los niveles, este panteón es un recinto democrático, ahí descansan pobres y ricos, sin distinción de ideologías políticas. Algunos tan pobres que se quedaron sin nombre, seres que no pudieron ser identificados y fueron sepultados en la “fosa común”. Tal fue el caso del primer descabezado que tengo registrado en mis recuerdos. Fue un caso de impacto que estremeció a los culichis. Resulta que el cuerpo de un hombre fue encontrado flotando en las aguas del río Tamazula, y fue llevado al Panteón Civil, donde en una fría loza lo exhibieron con el fin de que alguien lo identificara. Imposible, no tenía cabeza. A pesar de ello se miraba grande, de complexión robusta. A los tres días fue sepultado. Esto fue en los inicios de la década cincuentera.

De los actos curiosos que recuerdo, es el caso de una gavilla de ladronzuelos que solía reunirse allí en el panteón. Acordaban para ir a dar el golpe, y también para repartirse el botín, lo cual festejaban fumando un pitillo de cannabis.

También había otro grupo de dipsómanos adultos que de tarde en tarde libaban mezcal, tequila o ron que combinaban con Pepsicola, en aquellos años se vendía más que la otra que es casi igual; alguien lo expresaba con sonido de comercial: “Lo único igual a Cocacola,  es  Pepsicola”. A estas etílicas reuniones asistían tres  personajes: Guadalupe, poeta al que nombraban El Chúpale, mote bien ganado por su afición a la mota, decía que con la verde lograba inspirarse para expulsar del alma poemas de Salvador Díaz Mirón, Manuel Acuña y el vate de todos los batos: Federico García Lorca; el canta-autor de El barrio, Ramón, excelente guitarrista más conocido como El Gato, entonaba canciones que componía al vuelo, quiero decir en el momento, su punto de partida eran los nombres y frases que copiaba de las lápidas. Si era varón le componía un corrido, y si era dama, una canción de amor.

Y don Tiburcio, que no era del grupo aquel y que pertenecía a un mariachi cuyos integrantes decían ser originarios de Jalisco. Vestido de negro, ya casi al anochecer caminaba por la rúa central del panteón ejecutando valses con su violín: Dios nunca muere, Sobre las olas, Alejandra…  acordes de nostalgia que aflojaban las fibras del corazón en aquel recinto que lejos estaba de ser fúnebre, más bien era romántico.

La manifestación de los que ahí descansan están grabadas en sus epitafios, seguramente ideados por ellos mismos, obvio, antes de partir. Lo intuyo porque existe esta frase que es famosa: “Que alguien escriba mi epitafio”. Aquí algunos que he leído: “¡Por fin soy feliz! Me libré de mi suegra”, “Vida nada te debo, vida estoy en paz” y “Ya una vez muerto, qué chingados me importa”.

Como podemos ver, el Panteón Civil de esta nuestra sufrida, alegre y progresista ciudad, es un lugar que da cobijo eterno, y bajo sus frondosos inmortales suelen ocurrir encuentros con el chupe y la bohemia, que son manifestaciones de vida.

Un epitafio final: ”Nos vemos al ratito”.

leonidasalfarobedolla.com

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