Punto de nostalgia XVI: El Estadio General Ángel Flores

estadio angel flores

Leonidas Alfaro

Fue el día 13 noviembre de 1948 cuando un grupo de distinguidos aficionados al béisbol, de esos de “hueso colorado”, lograron con el valioso respaldo de las autoridades, inaugurar el estadio General Ángel Flores. A ciencia cierta, no se sabe la razón por la que se le bautizó con el nombre de aquel General del ejército mexicano. ¿Sería que fue aficionado al deporte? O porque fue un mártir, pues dicen que fue envenenado por causa de sus ideales políticos.

El lugar que ocupa el legendario estadio, era un baldío donde los jóvenes solían jugar las careadas, fue en esos encuentros donde nació la idea de construir el estadio, y con muchos sacrificios lograron un cuadro con algunas gradas de madera.

Con el tiempo, la semilla de aquel anhelo logró la sólida obra con gradas de concreto para cerca de 4 mil aficionados; con el paso de los años fue creciendo hasta lograr modernizarlo para un afore de 15 mil.

Dejo a los cronistas precisar fechas y detalles de cómo empezó la historia lejana de la Liga de La Costa del Pacífico. Solo  voy a referir  retazos de la década de los 50. Los equipos que integraban aquella liga eran Los Venados de Mazatlán, Los Tacuarineros de Culiacán, Los Cañeros de Los Mochis, Los Mayos de Navojoa, Los Arroceros de Ciudad Obregón, Los Rieleros de Empalme,  Los Ostioneros de Guaymas y Los Naranjeros de Hermosillo.

Muchas de las batallas beisboleras que protagonizaron estos equipos quedaron grabadas en la mente de muchos aficionados, sin duda, podríamos escribir un anecdotario muy interesante. Recuerdo que el clásico norteño era entre Rieleros y Ostioneros, y en el sur entre Tomateros y Venados. Cuando nos visitaban Los Venados, desde días antes, los cronistas deportivos de los periódicos, y en la radio don Agustín de Valdez, calentaban el entusiasmo de la afición, de tal forma, que desde el inicio de las contiendas, en el graderío se armaban las grescas entre los  culichis y los patasaladas, terminado algunas veces en batallas campales con detenidos, golpeados con hematomas y “ojos de cotorra”.

En las gradas quedaban las huellas de las chirimollas estrelladas por los mazatlecos y por los culichis: tomates y un líquido apestoso compuesto de anilina y limón que provocaba náusea insoportable. Los personajes que arengaban a los locales eran el Chino Flores, que usaba su trompeta para dar el toque de guerra, y el padre Barraza, quien dejaba colgado su hábito de cura para transformarse en un aguerrido fanático que se imponía por su estatura y vozarrón.

“Silencio sepulcral… no se escucha ni el zumbido de una mosca; el respetable está tenso, es la guerra de nervios. Levanta los brazos el pitcher, checa a sus corredores…”, así, con estas palabras narraba don Agustín de Valdez; con su bien timbrada voz y peculiar estilo, provocaba emociones y metía al aficionado al centro mismo del béisbol; sabía manejar tonos que iban de lo dramático al silencio, lograba que imagináramos las escenas, al grado de comernos las uñas o hacernos saltar de júbilo.

Aquel domingo por la tarde de finales de los 50, el Ángel Flores, por enésima vez luce a reventar; está por iniciar un juego crucial, no nada más por ser contra nuestros acérrimos enemigos, los Mazatlecos, sino también porque se trata del juego que dará al vencedor el banderín del campeonato. Aquella semana  se había vivido con el béisbol hasta el tuétano; la prensa, la radio, en las escuelas, los hogares, el trabajo, el tema era uno sólo: béisbol. La serie iba pareja, tres juegos por bando, así que aquel séptimo encuentro sería algo similar a la batalla final de una guerra.

Manuel Chory Arroyo, el piloto de Los Tomateros, había declarado que renunciaría a su puesto y se retiraría para siempre del béisbol si perdía. Y por su parte Daniel la Coyota Ríos, (nunca supe porque le decían Coyota y no Coyote), contrario a su extrovertida forma de ser, había permanecido callado, sólo expresó: “venimos a ganar”. Eso era extraño. En el graderío del lado izquierdo estaban poco más de 300 mazatlecos, esta vez respaldaban su bullanguera forma de actuar con un grupo tropical, empezaron con El Chivirico. En la parte central y el lado derecho, los culichis hacían su alboroto respaldados por Los Tamazulas; arrancaron con El Toro mambo.

El ampáyer gritó: ¡Pleeeybol! En el montículo inició por los Tomateros el pitcher Panchillo Conde Ramírez, y por los mazatlecos La Tuza Ramírez. Un duelo de Ramírez, que dio un plus más al encontronazo. La Tuza era temperamental, pero de cerebro frío y sereno para elegir los lances. El Conde era tranquilo; la gente aseguraba que tenía pacto con el Diablo. Lo que sí era cierto es que su mano de pichar, la derecha, era cucha; decían que era su mano embrujada. El mismo Conde explicaba que ello le permitía lograr con mayor efectividad la panzona, lance que ahora se conoce como Screwball.

En este juego se impusieron los lanzadores. Eso elevaba y bajaba los ánimos de un lado y otro. Al abrir la novena entrada, Fernando el Pulpo Remes, short stop de los mazatlecos, pegó un hit doble, y con un toque del siguiente bateador se fue a tercera. Y los aficionados al borde de la locura. Pero el Conde se fajó y ponchó al siguiente toletero; con dos outs, la increíble Coyota ordenó de nuevo toque, y así, sorprendió a todo el mundo, sacó la carrera y los patasaladas enloquecieron.

Para el cierre del juego, la Tuza Ramírez, empujado por el entusiasmo de sus 300 seguidores, pese al ruido de los casi seis mil contrarios, hizo la hazaña de ponchar al Huevito Álvarez, al Chorejas  Bravo y al temible Moscón Jiménez; así dejó fríos a los orgullosos culichis, sumidos en su tragedia.

Cuando el reportero le preguntó a la Coyota sobre su descabellada, pero a la postre, victoriosa jugada, antes de contestar se dijo: si le explico que fue una última decisión de mi abuelo agonizante, no me va a creer… No sé cómo fue; así es el beisbol.

P.D. Es posible que al nuevo estadio General Ángel Flores le cambien de nombre. Bien harían los directivos en realizar una encuesta popular, que defina democráticamente, entre estos dos personajes que sí se merecen ese honor: Agustín de Valdez o Juan Manuel Ley Fong.

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