Punto de nostalgia VII; El mercado Garmendia

mercado 3

Leonidas Alfaro

 

Se terminó de construir en el año de 1914. Acaba de cumplir sus primeros cien años esta obra creada y construida por el arquitecto Luis F. Molina. Su nombre es en honor al General Gustavo Garmendia Villafaña, héroe de la toma de Culiacán en 1913. El edificio es, según los conocedores, de estilo neoclásico; sus pilares y paredes, su altura y forma se imponen ante el abigarramiento de comercios que lo rodean.

 

En lo alto de sus muros terminan las torres que refuerzan su estructura, los ventanales con sus cristales de pálidos colores le dan un toque nostálgico. En sus entradas principales, al sur por la calle Miguel Hidalgo y al norte por la  Ángel Flores, sorprenden portentosos pilares y se puede apreciar el grueso de sus paredes.

 

Un reloj con números romanos marca las horas, mientras la gente de diversos estratos sociales hace sus compras sabiendo que allí encontrará lo más fresco en carnes de res, puerco, pollo, pescados y mariscos. También frutas y legumbres recién llegadas del campo, todo tipo de especies, y en sus fondas guisos de exquisito sabor casero.

 

En aquella colmena no faltan los gritos de los vendedores, el clásico regateo y la música de acordeón y guitarra. Ahí el tradicionalismo se encuentra a diario con sorpresas que van de lo chusco a lo inverosímil; y también se tejen historias de extraños orígenes.

 

Don Régulo Pantoja, al que todos conocen por el apodo de El Vampiro, alias que los tenderos le endilgaron como venganza por su implacable avaricia, a diario hace un recorrido gestando sus operaciones financieras. Aquella tarde varios se extrañaron de su presencia, pues sus visitas las acostumbraba por las mañanas. Camina lento entre los pasillos observando con marcada atención hacia un puesto de carnes. Se soba la barba de tres días y medita: Carajos, doña Amelia no está sola. Volveré más tarde… no, ¡llegaré de una vez!; qué puede pasar… en un descuido el asunto me sale mejor. La señora atiende un cliente mientras su hijo Ramón hace filetes.

avaro

—Buenas tardes —saludó don Régulo con una leve sonrisa.

 

Ramón lo mira y cortante responde “Qué quiere”.

 

—Traigo un asunto con doña Amelia.

 

La señora lo miró de reojo. Ramón lo encara con tono severo: “De qué se trata”.

 

—Es que traigo un pagaré que dejó pendiente don Beto, que en gloria esté —expresó don Régulo con ademán de santiguarse.

 

Doña Amelia al escucharlo reaccionó: “Mi viejo no me dijo que tuviera pendientes con usted”.

—No se mortifique señora —dijo el prestamista con voz suave y franca sonrisa que mostró un diente en casquillo de oro—, todo tiene solución. Por ahora yo…

—¡Muéstreme el documento! —interrumpió Ramón con cara de enojado.

 

—No te alebrestes muchacho —reaccionó el prestamista con gesto duro—, mañana traigo el documento. Señora, ¿puedo hablar en privado con usted?

—Mi madre no tiene nada que hablar con usted, ese asunto lo arreglamos usted y yo.

 

—Está bien, muchacho —le dio una tarjeta—,  te espero mañana en  mi casa a las nueve de la noche.

 

Doña Amelia se muestra preocupada: “No entiendo cómo es que tu padre no nos comentó de ese préstamo”.

 

—No te preocupes madre, seguro es una cantidad pequeña.

 

Ramón llegó puntual, sorprendido del portento residencial; tocó el timbre y en segundos se abrió la puerta.

 

—Pásale muchacho.

—No quiero molestar, señor. Únicamente quiero ver el documento para…

 

—Por favor, pásale. Soy un caballero, tratemos este asunto como amigos…

—Yo no soy su amigo.

 

—Está bien, tienes razón. Uno tiene el derecho de escoger a sus amigos. Pero pasa, intentemos hablar.

 

Ramón entró y el prestamista le cedió una silla del comedor; enseguida fue al refrigerador y trajo dos cervezas. Sin decir nada las puso sobre la mesa, tomó una e hizo seña al muchacho para que también hiciera lo mismo. Un tanto temeroso, el joven bebió un trago y dio cuenta del lujo que rodeaba al hombre aquel al que estima como un vil delincuente.

 

—Entiendo tu enojo muchacho, pero yo no forcé esta situación.

—Quiero ver el documento.

 

Don Régulo abrió una carpeta que tenía sobre la mesa, tomó un pagaré y se lo mostró.

 

—¡Ciento veinte mil pesos!

—Es una cantidad que podrá quedar saldada ahora mismo —dijo don Régulo sin prestar atención al asombro del joven.

 

Ramón lo miró sorprendido.

 

—Digo, si tú cooperas.

—Explíquese.

 

—Mira muchacho, como puedes ver, soy un hombre solo, tengo mucho dinero y bienes, pero debo admitirlo; vivo una vida sin alegría, sin aliciente alguno; soy tan pobre que lo único que tengo es dinero… y pues, si tu aceptas;  perdona, no sé cómo decirlo; no quiero ofender.

—Sea claro, no me ande con rodeos. —Ramón pensó que estaba ante un desviado sexual; de ahí su inquietud.

 

—Bueno, es que doña Amelia es una señora que…

—¡Párele don Régulo! ¡A mí madre ni la mencione!

 

—Muchacho, por favor; déjame explicarte.

—No hay nada que explicar.

 

—Bueno, en ese caso tienes tres días para liquidarme el documento.

—¡Pinche viejo rata!

 

—No me insultes, yo lo único que hago es un servicio…

—¡Un ladrón, eso es. Un vampiro que exprime a la gente necesitada!

 

—Ya me llenaste el buche de piedritas, plebe cabrón —al decir esto, don Régulo echó mano a una calibre 38 que tenía bajo un adorno del centro de la mesa, pero Ramón fue más rápido. Sacó un cuchillo que guardaba bajo su chamarra y de un certero tajo cercenó la yugular del prestamista; su desorbitada mirada anunció su muerte.

 

Cinco días después, la noticia de los medios escandalizó a los comerciantes del Garmendia. Los periódicos mostraban el cadáver de don Régulo sobre la mesa de su comedor. Un horrendo boquete en su vientre estaba retacado de pagarés, cheques y otros documentos. A un lado se apreciaba una frase escrita en rústico cartón: El Vampiro ya no chupará sangre en el Garmendia.

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