La suprema corte mexicana está de regreso. Ha vuelto por sus fueros. Después de un breve receso en el que pareció volver a acercarse al tribunal independiente y digno que fue en algunas épocas brillantes de la historia nacional, al asumir posiciones progresistas en materia de protección de derechos de las mujeres y algunas minorías sociales, se topó con su eterno dolor de cabeza: la cuestión política. Es decir, los derechos democráticos del pueblo mexicano. Y mostró el cobre.
En su sesión del día 30 de octubre pasado, el pleno judicial resolvió declarar que las peticiones de consulta popular sobre la llamada reforma energética, respaldadas por millones de firmas y la propia Constitución General mexicana, versaban sobre una materia que ahora resulta que es… ¡inconstitucional!
No pudo defender la Constitución ante quienes la nombraron. Pesó más el origen que el sistema diseñado para protegerla, de ellos y otros poderosos. Tampoco sirvieron de nada las millonadas que se embolsa al año cada ministro, más otros privilegios familiares, y que en teoría debieran servir para blindarlos de presiones y actuar de forma independiente, guiados sólo por la vocación constitucional y de justicia.
De nueva cuenta nadie estará “dispuesto a gastar siquiera cinco minutos de su vida arguyendo que nuestra Corte es independiente y buena, tan sabida parece su condición de mediocre y de cautiva”, como la definiera Daniel Cosío Villegas en la época de oro del predominio priísta en la vida política nacional.
En esta ocasión, ni se esforzaron por aparentar solidez jurídica y esgrimieron argumentos tan pobres como su autonomía. Una hora les bastó para sepultar el derecho al acceso popular a participar en decisiones importantes para el país, como es el caso de la apertura del estratégico sector energético. Un derecho que apenas iba a ser inaugurado en México. Nació muerto. Como letra muerta será toda norma constitucional que entrañe derechos civiles que combatan privilegios, que afecten los intereses creados o contradigan decisiones autoritarias.
Desde que la izquierda vio que su dispersa oposición a la contrarreforma energética resultaba infructuosa para impedir la contrarreforma energética y empezó a manifestar su pretensión de revertirla a través del mecanismo constitucional de la consulta popular, al priísmo le dio un gran temor; las encuestas revelaban el desacuerdo de la gran mayoría con la engañosa contrarreforma, y le entró al debate advirtiendo que tal consulta no procedería porque involucraba el tema de ingresos del estado. Era un argumento tan tosco que se consideraba que un juez mínimamente imparcial lo desecharía fácilmente. Pero los ministros están muy lejos de serlo y lo tomaron como si fuera una orden presidencial.
Con su resolución, el llamado máximo tribunal nacional reflejó cuán lejos está de cortes como la que en estos días aciagos reclama y merece el pueblo mexicano. Cortes como la de la República Restaurada (1867-1876), que según la siempre actual opinión de Cosío Villegas no sólo fue independiente, sino que sentía el orgullo, hasta la soberbia de su independencia como cuerpo colegiado, y cada ministro como individuo, que a Antonio Caso le parecían gigantes. La Corte de entonces, dejó escrito Cosío, era independiente frente al poder ejecutivo, frente al legislativo y frente a los dos juntos.
Como colofón vale la pena recordar otro pasaje memorable que nos heredó Don Daniel sobre esta brillante época de la historia mexicana, por la honradez y la democracia que iluminaron su vida pública, lo que nos brinda una tenue luz de esperanza de que sí son posibles en estas tierras ahora bañadas de sangre, corrupción y desigualdad social:
“¿Por qué eran independientes esos magistrados de aquellas cortes? No lo eran, ciertamente, porque tuvieran, como lo quiere Rabasa, ni un buen sueldo ni un puesto vitalicio: ganaban 333 pesos mensuales y su cargo duraba sólo seis años. Era independiente, fiera, altanera, soberbia, insensata, irracionalmente independiente porque tenía las calidades morales que el diario íntimo de uno de ellos, Ignacio Manuel Altamirano, revela tan patética y desoladoramente cuando dice: No tengo el pecho henchido de suspiros. En cambio, no tengo remordimientos. Yo no he tenido el antojo de hacer mal, y si lo he hecho a alguno, ha sido a mí mismo. Estoy pobre porque no he querido robar. Otros me ven desde lo alto de sus carruajes tirados por frisones, pero me ven con vergüenza. Yo los veo desde lo alto de mi honradez y de mi legítimo orgullo. Siempre va más alto el que camina sin remordimientos y sin manchas. Esta consideración es la única que puede endulzar el cáliz, porque es muy amargo”.