La Paloma en cuatro vuelos

JEPbun
La Paloma es una preciosa canción cien por ciento habanera que compuso hacia 1863 el compositor español Sebastián de Iradier. Desde la primera vez que la escuché, en una película sobre Maximiliano y Carlota en el Cine México, me impactó por razones que atribuyo a que entonces (1963, aprox.) estaba fresca y de moda la Revolución Cubana y en los documentales previos a la proyección de las películas aparecían, por lo regular, los rostros barbados de Fidel y El Che, como si fueran Los Beatles de la política. Quizá fue por eso o porque la canción se prestaba a la inmediata parodia que recuerdo: “Si a tu ventana llega un burro flaco, trátalo con cariño que es mi retrato”.
Desde los tiempos de Ricardo Urquijo como director de Difusión Cultural, en Mazatlán se hace en febrero, coincidiendo con la fecha de la inauguración del Teatro Rubio, en 1874, una representación del arribo de Ángela Peralta al puerto,—que en realidad sucedió en el caluroso mes de agosto de 1883— en la que un comando de admiradores  quita los caballos del carruaje y ellos mismos lo jalan para llevar a la Diva hasta el Hotel Iturbide, a un lado del teatro, en medio de vítores y vivas para México y la Peralta, escena que está plasmada en un óleo de Antonio López Sáenz en el Restaurante Pedro & Lola. La historia dice que la cantante salió al balcón a saludar y agradecer a la multitud, para luego retornar a sus aposentos, pero la escena es aprovechada para que la soprano en turno para representarla cante La Paloma, creando una efectiva reinvención de la realidad. Vale la pena estar ahí, formar parte, ver,  leer y escuchar ese cuento mazatleco que rompe con gran acierto  la temporalidad y nos hace vibrar con La Paloma cantada a capela.
Si alguna vez La Paloma  revolcó mis emociones con el alto contenido de su significado fue al finalizar la misa de cenizas presentes de la Maestra cubana Margarita Naranjo de Saá, asesinada la mañana del 26 de agosto de 2008. Cuando nos encaminábamos a las puertas de catedral para salir, los coros del Centro Municipal de Artes, que habían impregnado con un plus emotivo la ceremonia religiosa, nos fueron diciendo con sus privilegiadas voces Cuando salí de La Habana, ¡válgame Dios!, provocándome un aturdimiento mayúsculo que me llevó a ver a esas cenizas materializadas de nuevo en una niña de cabellos y ojos claros llamada Manguie por sus amiguitos, delgada, que brincoteaba alegremente en las calles de La Habana (¡Ay!¡ chinita que sí!) con una férrea voluntad para enfrentar la disciplina de la Escuela Nacional de Ballet de Cuba, que dirigía su madre y años más tarde llegar a Mazatlán para afianzar, al lado de Zoyla Fernández, una escuela de ballet, que era una especie de monumento para su nueva vida. Eso, a fin de cuentas, fue lo que me produjo el desasosiego de asociar nuestra salida de Catedral (Cuando salí de La Habana) con la urna que contenía sus cenizas (¡Válgame Dios!). Claro que eso no fue agradable y hasta me incomoda ahora que por fin lo escribo, porque no siempre las letras traen calma, salvo que quisiera hacer con estos recuerdos un Viaje a la semilla, al estilo Carpentier y poner al coro cantando a la inversa La Paloma, a nosotros regresando por nuestros pasos a nuestros lugares, al padre Piras invirtiendo la misa. Que nuestra entrada se convierta en salida de Catedral, que el homenaje en el Ángela Peralta se vea en reversa, lo mismo todos los sucesos que se desencadenaron tras esa infame mañana del 26 de agosto del 2008 y así Cuando salí de la Habana, ¡Válgame Dios! sea de nuevo la primera línea de una canción que me ha encantado desde la infancia y el título de un cuento de José Emilio Pacheco que me maravilló en la adolescencia, y no parte de un terrible recuerdo.
¿Dónde más iba a encontrar en aquellos tiempos un cuento como ese si no era en El Cuento, Revista de Imaginación, de Don Edmundo Valadés y su tropa de compinches que hoy han de estar traficando en el más allá historias del más acá como otrora lo hacían a la inversa?
Desde las primeras líneas, desde el título, sabía que estaba ante un cuento chingonométrico. Si la memoria no me falla, tenía como ilustración un barco desdibujado por un supuesto banco de neblina, representando al Churruca, que zarpa de La Habana en 1912 para emprender tres días de travesía hacia Veracruz, en el que van Don Luis, exiliado de la Revolución, residente en Nueva York, agente de medicinas, casado, cuatro hijos, ansias de cambiar su vida; Isabel, joven catalana hermosa, de mundo, buena conversación; un grupo musical con escaso repertorio que toca una y otra vez La Paloma y una cantidad imprecisa de tripulantes y pasajeros. El cuento atrapa por varias razones, el hecho de que la canción fuera la preferida de Maximiliano y Carlota entre tantas de contenido histórico, pero ignorarlas no afecta el seguimiento de la historia de amor imposible entre Luis e Isabel, que se manifiesta en relieve. El dolor anticipado por pasar juntos la última noche en el Churruca, de la Compañía Transatlántica Española los lleva a escuchar de nuevo Cuando salí de La Habana, ¡Válgame Dios!, nadie me vio salir si no fui yo y a retirarse a sus habitaciones, porque al día siguiente estarán desembarcando en Veracruz. ¡Pero al día siguiente se desboca una locura metafísica, tanto de todos en el Churruca como por los habitantes de Veracruz, que no permiten desembarquen los ocupantes  (fantasmas) de un barco que desapareció en 1912, que tardó un siglo en llegar! Era noviembre del 2012 y desde cubierta Luis e Isabel contemplaban que ya nada era igual. No habían estado juntos tres días, sino cien años.
Fue lo primero que leí de José Emilio Pacheco (30 de enero de 1939-26 de enero de 2014) y ahora que me puse a releerlo sentí un estremecimiento al redimensionar su línea final: ¡Cómo vamos a vivir en un mundo que ya es otro mundo!

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