“A’má”, le dijo, escarbó y lo encontró

 

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Lo veló, enterró y volvió a la búsqueda de desaparecidos

Cuando estaba sentada en un montículo de tierra sin aroma, clarito, muy clarito escuchó que su hijo Roberto la llamaba.  “A’má”, le susurró al oído, y después un silencio espectral llenó el espacio. Volteo para todos lados y no vio nada ni a nadie extraño.

Para sus adentros, prometió por enésima ocasión que lo encontraría.

Era el 14 de julio (2017). Justo ese día se cumplían tres años de que Mirna Nereyda Medina Quiñonez buscaba a su hijo, Roberto Corrales Medina, quien había desaparecido cuando vendía accesorios automotrices en una gasolinera de la cabecera municipal de El Fuerte a manos de los ocupantes de una camioneta negra, línea Explorer, con policías preventivos a bordo.

Instantes pasaron cuando aquella voz se disipó de la cabeza de la maestra jubilada, y enseguida un resorte interno la activó. El corazón comenzó el rebombeo de sangre al grado que sintió que sus mejillas ardían. Está aquí, les dijo a las dos mujeres y al hombre que la acompañaban para recordar a su hijo. Está aquí, repitió. Y pidió que la ayudaran a levantarse.

El hombre le extendió la mano, y cuando ella se incorporaba perdió el agarre. Apenas pudo retomar la vertical, pero su acompañante no. Trastabillo y paró en el suelo. Rieron un momento por lo chusco de la acción, pero cuando él se incorporó asiéndose de un mezquite  todos se quedaron helados, petrificados, mudos. En el tronco estaba un cráneo; y bajo sus pies, tierra removida.

Es Roberto, repitió Mirna. Y enseguida se encorvó a rastrear el montículo con sus propias manos. No sintió dolor, ni aroma putrefacto ni repulsivo y batió la tierra humedecida por los fluidos corporales. Exhumó unas vértebras, costillas, dedos, un pie y el esternón. Trozos de telas y cinta adhesiva gris. En su cabeza corrió la película de los últimos hechos. Un vehículo llegando al lugar, bajando un cuerpo encintado, colocado en posición fetal en el agujero y sepultado. Lloró.

Llamó a las brigadas oficiales de desaparecidos, quienes se hicieron cargo del recuento de huesos.

Antes de retirarse de la tumba clandestina número 93 detectada en tres años de búsqueda, ella encontró un transmisor de radio, igual a los que su hijo vendía.

Es Roberto, se repitió. Te encontré. Te lo prometí, y te lo cumplí, tesoro. Ya estás con nosotros. No pudieron arrancarte. Descansa, hijo. Descansa, le susurró. Y luego se quebró en llanto suelto.

Ya fría, pidió la comparativa genética, pues estaba cierta de que era Roberto, su hijo. El Chacharitas, el Rebozo, como le decían sus amigos.

Transcurrió un mes sin noticias. No se desesperó, aguantó.

La tarde del 25 de agosto recibió una llamada de la fiscal de desaparecidos de Culiacán. Era necesario que se trasladara a la fiscalía, de manera urgente.

Y pensó: “Pa ‘que tanta prisa”. Y sola se respondió: “Va a ver bronca”, pues recordó que el día que encontraron a Roberto peleó con los policías y el ministerio público porque no querían otra búsqueda más, y ellas ya estaban sobre pistas de los cuerpos 94 y 95.

Con sus dudas se fue. Llegó. La hicieron esperar. Y sólo la dejaron pasar cuando reclamó la urgencia del llamado.

Ya enfrente, saludos y pláticas baladíes. Al grano, al asunto, urgió a la funcionaria, para qué me llamaron.

—Lo encontramos —le respondió la burócrata.

—A quien —preguntó.

—A su hijo, a Roberto —le contestó.

—No, ustedes no lo encontraron. Lo encontré yo. Nosotros, las Rastreadoras. Ustedes no hicieron nada —aclaró.

Y la mujer la extendió las pruebas genéticas: 50 por ciento de compatibilidad con Mirna y 50 por ciento con Roberto Corrales, padre. Total: 99.9 por ciento de certeza de que se trata de Roberto Corrales Medina.

Dos días después Mirna sepulta a su hijo en el panteón municipal de Mochicahui. Antes, como la tradición de los nativos, guarda, tuvo la misa de cuerpo presente en la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, y luego la última parada en la Cruz del Perdón. Con sus nietas Xiara, Isamar y Roberta en el regazo. “Misión cumplida. Te encontré, promesa de madre”, le dijo como despedida.

Finalmente, Roberto Corrales Medina, cuya ausencia forjó el nacimiento del grupo las Rastreadoras y que ellas exhumaran a 95 personas desaparecidas en tumbas clandestinas, fue sepultado.

—¿Qué le sigue a Mirna?

—Primero, llevar mi duelo. No sé cuánto. Ni en dónde, pero quiero un silencio.

—¿Cree que el grupo va a desaparecer?

—No. No lo creo. Somos fuertes porque somos todos. El dolor de todos nos une, nos fortalece.

—¿Se considera un ejemplo?

—No cómo tal. Ejemplo somos todas, que como madres, hermanas o esposas no dejamos de buscar a nuestros tesoros. Aquí hay muchas que ya encontraron a sus perdidos, y todavía continúan. Acompañan a las demás.

—¿Qué le deja el sacrificio de Roberto?

—No sé, pero percibo que algo grande. Cuando te conocí, yo era de las que pensaba que no me tocaría nunca perder un hijo, porque ellos son buenos. Y ya vez, me tocó. Viste que nadie me escuchó, hasta que ustedes me dieron voz. Y comenzó todo. Conocía a Karla, y nuestros casos atrajeron a más personas con situaciones similares. Luego más y más, y hasta ahora aquí estamos. Si ellos quisieron arrebatarme a un hijo, hacerle algo a Roberto por algo que él pudo haber realizado, fue un castigo muy severo. El quizá ofrendó la vida, por un movimiento que sin saberlo ya es mundial. Creo que eso es mucho, mucho más grande.

—¿Qué crees que Javier Valdez esté diciendo en el cielo?

—¡Vieja cabrona, lo encontró!

—¿Va a retirarse unos días?

—Sí, creo que sí. No lo sé.

Han pasado apenas 48 horas de que sepultó a su hijo, y Mirna regresó al monte a buscar tumbas clandestinas, a buscar cuerpos inhumados en fosas, sus tesoros.

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