La ciudad del poeta Gelman

 
Juan-Gelman 2
 
Al caminar por las calles del centro de Buenos Aires es inevitable recordar personajes y lecturas en las que sus escritores exaltaron la belleza monumental de la ciudad: la gran avenida 9 de julio flanqueada por árboles saludables pese a la dureza del frío de estos días invernales,  los cafés que siguen siendo el lugar de encuentro de mucha gente de todas las edades, el aroma de las parrillas en restaurantes soberbios, la humedad del río de La Plata y los infaltables taxis negros con techos amarillos.
Caminar, además, es transitar más que por una calle, es hacerlo sobre los pasos de la historia de este país que viene “de los barcos” a diferencia de nosotros, que venimos de los aztecas, o los peruanos de los incas. Es también el esplendor de las marquesinas impertérritas que ofrecen teatro, música, cine  o arte.
Son las librerías que sorprenden a mi hermano Pedro por estar abiertas y con gente a las 12 de la noche. Y los asados.
Contra toda lógica, el frío saca a la gente en lugar de detenerlas en ambientes más cálidos. Los argentinos son noctámbulos sólo comparables con los españoles. Podrán estar frente a una taza de café, una cerveza o una copa de vino toda la noche pero no se quedan en casa. Salen como el aroma de las parrillas. Van al encuentro del otro, de los otros.
Quizá, por eso, el exilio de los años de la guerra  sucia fue dolorosa para todos los que tuvieron que salir para buscar resguardo en otros países. Me lo decía mi amigo Gabriel Mateu, quien salió nadando por el río Iguazú para entrar a Brasil y luego hacer su periplo europeo y terminar en México, hasta el restablecimiento de la democracia en 1986.
En ese caminar llegué a una librería de la Calle de Mayo, a unos pasos de la Plaza y la Casa Rosada, en donde veo entre los libros una colección de la poesía de Juan Gelman que fueron publicados por el diario Página 12, y rememoro aquella noche mazatleca en que me lo presentó el poeta durangureño José Ángel Leyva,  quien había ido a la UAS a presentar uno de sus bellos libros con la compañía del poeta argentino. Esa noche cenamos en casa y bebimos whiskey y vinos, en compañía de Carlos y Patricia Maciel. Lorena, mi querida Lorena, se esmeró en atenciones con tan importantes visitas. Esa noche se habló de política, poesía y anécdotas.
Al día siguiente Gelman me pidió que lo llevara a comer buena carne, que es mucho pedir en Mazatlán. Fuimos al restaurant Palomar donde nos sirvieron una buena arrachera que bañamos con vino de Borgoña. Ahí, para abrir boca le pregunté por sus viajes a Buenos Aires y me sorprendió su respuesta: “Hace mucho que no voy allá, he hecho mi vida en Roma y en México”. Noté en su expresión amable un aire de nostalgia y dolor. Yo sabía de su exilio y su lucha por recuperar a su nieta que había sido arrancada a sus padres que murieron en aquellos años de la guerra contra la dictadura, y que afortunadamente encontró y disfrutó en sus últimos días.
Reviso uno de esos libros de Gelman que llevan por título: Interrupciones 2 y recupero el poema en prosa número XIX:
“Volví clandestinamente a Buenos Aires en mayo de 1978. Estaba bella la ciudad.
Mejor dicho, bellísima bajo esos días de mayo en que el otoño porteño admite un fuego, un calor de primavera muriendo o por nacer, nunca se sabe.
Me habían aconsejado que no caminara por el centro, que no frecuentara los sitios que solía frecuentar. Naturalmente: caminé por el centro, por los sitios que solía caminar. ¿Quién me iba a reconocer?
¿No estaba muerto Paco? ¿No habían secuestrado a Rodolfo y a Haroldo? ¿No habían matado al Jote, al Lino, a Josefina, a Dardo, a la Diana, tal vez? El restorán donde mi hijo escribió un poema sobre el mantel de estraza, este poema:
La oveja negra
Pace en el campo negro
Sobre la nieve negra
Bajo la noche negra
Junto a la ciudad negra
Donde lloro vestido de rojo
El restorán estaba abierto, pero a mi hijo lo habían secuestrado dos años atrás y nunca supe de su suerte. Su mujer estaba encinta de siete meses cuando la secuestraron con él”.
 

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