Cuando yo tenga 64 años

 

unamuno 

 

 

Cuando sea más viejo y se me caiga el pelo/Dentro de algunos años/
Seguirás regalándome por San Valentín/Por mi cumpleaños una botella de vino/
Si hubiese estado fuera hasta las tres menos cuarto/Cerrarías la puerta/
Aún me seguirás necesitando, aún me seguirás alimentando. (
When I’m sixty four, Beatles)

 

Corrían los días luminosos y frescos de la primavera mazatleca de 1986. A casa había llegado el poeta comunista salvadoreño José Antonio Aparicio, mejor conocido en el mundo de la literatura con el seudónimo de Ricardo Bogrand, y lo hacía con su mujer Maricarmen y sus dos bellos hijos.

 

Habíamos sido vecinos en la colonia del Valle de la Ciudad de México en mis tiempos de estudiantes de posgrado en la UNAM. Nos separaba la edad  pero su pareja y la mía habían hecho buena amistad, lo que nos acercó y con ello su amor por la vida que lo manifestaba a través de la poesía.

 

En una de las salidas de casa paramos en la de Eduardo Schobert, mi suegro, un hombre que se había hecho a sí mismo, pescador que adoraba pasar la noche en alta mar, disfrutando tal vez el movimiento de las olas, el silencio de la noche y el manto extenso de estrellas y galaxias.

 

Escuché al paso un fragmento de la charla que sostenían y el poeta le hablaba del sentido en el ocaso de la vida. Le decía mirando sus ojos que resultaba extraño ver cómo el ser humano empezaba a entender las claves de la existencia cuando misteriosamente la vida se extinguía como la flama de una vela y mi suegro asentía compartiendo la profundidad de sus palabras.

 

Ambos personajes en ese entonces frisaban los 60 años y todavía les esperaba una vida de casi dos décadas lúcidas. Luego como siempre sucede un día, o una noche cualquiera, el más inesperado, se pararon estos dos relojes vitales sobre la raya de la vida.

 

Ellos nunca más se volvieron a ver. Ricardo regresó al DF y luego se fue a morir a San Cristóbal de las Casas. Mi suegro siguió soñando con el mar hasta el final de sus días. El día de la muerte del poeta me hablo Nino Gallegos, amigo poeta duranguense radicado en el puerto, para decirme que había leído la noticia en La Jornada. Busqué la nota y ahí estaba; me extrañó que hubiera muerto en Chiapas, luego sabría por qué estaba allá con los lacandones.

A Ricardo lo había abandonado su esposa por un hombre más joven y se había quedado solo con la visita ocasional de los hijos. A ella le dedicó un poema doloroso del cual extraemos un fragmento: Es que la vida no había traído un dolor tan perennemente extraño/Y como la ceniza que se vierte las manos arden/y arde la sonrisa/las uñas se rebelan/y el corazón se sale de su órbita/Es que el dolor tiene un vestido en todo, y es invierno y es verano/musgosa soledad y piedra en sombra…

 

Ese poema y su muerte me siguen provocando ese malestar que aparece cuando a los amigos dejas de buscarlos para ocuparte de tus cosas. Hoy he cruzado la barrera de los 64 años y vino a la memoria aquella charla nostálgica entre Ricardo y Eduardo. Los recuerdo relajados en el acceso de la casa. Uno había entrado en canas y el otro había perdido el pelo.

 

Y hoy, si bien todavía tengo la mayor parte de mi pelo negro, estoy en la antesala de la última década lúcida. Si, aquella, que recordaba Miguel de Unamuno en la presentación de su libro más célebre: Del sentimiento trágico de la vida, cuando afirma que la séptima década era la última oportunidad, si estabas sano, para hacer algún plan de vida. Realizar tus últimos sueños y hacer quizá tus últimas locuras. Porque la octava era inmisericorde con sus achaques, males y simplemente, si llegas, no hay tiempo para nuevos proyectos.

Y mire usted, lo decía un vasco, que están considerados como uno de los pueblos más longevos y vitales. Qué nos espera a la mayoría de los pobres mexicanos que nos pasamos la vida bebiendo cocas y comiendo chatarra. Viviendo rápido.

 

En fin, cuando estamos jóvenes y rozagantes siempre vemos a los sexagenarios como personas que van caminando a la puerta de salida. Ahí están como testimonio musical los Beatles, que en voz de Ringo Star inmortalizó esta nostalgia:

Cuando tenga sesenta y cuatro años/Tú también serás vieja/Y si me lo pides/
Podría quedarme contigo/Podría quedarme cerca, reparando un fusible/
Cuando tus luces se hayan ido/Puedes tejer un jersey junto a la chimenea…

 

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