Nuevo comedor para migrantes, un respiro en medio de la travesía

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Entretenido con la mirada abajo, tijeras en mano y maniatando hojas de palma, Edgardo Lugo elabora artesanías: chapulines, abanicos, flores y otras figuras. Nacido en Honduras, a sus 47 años aún conserva la ilusión del sueño americano. Él es un migrante centroamericano más de una cifra de la que no existe estadística.

“Nací en el país de Honduras, mi mamá es de allá mi papá es de otra parte, es de Turquía. Como allá en nuestro país hay mucho turco. Mi mamá era bien bonita, yo no conocí a mi padre, no conozco bien la historia”.

El otoño de Culiacán marcó 35 grados centígrados al mediodía del jueves 3 de noviembre y bajo la sombra de un árbol, Edgardo recién comió arroz y una carne deshebrada, un banquete según describió, y agradeció a la gente que le tendió la mano.

Se trata de un grupo de alumnos de la Universidad del Golfo de California, que iniciaron un comedor para migrantes desde el 1 de noviembre. Edgardo llegó ahí, le atendieron y después de comer, siguió su trabajo.

Edgardo relata: “Esto (la artesanía) lo hacen unos inditos en las orillas del mar de allá de Nicaragua, y por ahí encontré a un muchacho, le caí bien y me enseñó porque casi no enseñan ellos su arte”.

Dejó su tierra a los 13 años. Criado por su abuela, tuvo que regresar hace 10 años y desde hace seis meses se encuentra varado en Culiacán sin un hogar y sin un trabajo, viviendo a expensas del “mañana será otro día”.

“Aquí en México no llevo mucho porque me deportaron, estaba en Estados Unidos, de tanto luchar entré por allá, por otra frontera. Fui a lavar platos, aprendí a cocinar y de todo, pero como mi viejita ya estaba bien viejita, mi abuelita pues, porque a ella le digo mamá. La quería mucho, ella era mi mamá. Me regresé por ella nada más, pensé que iba a ser fácil regresar de nuevo al norte pero ya no”.

Edgardo moldea la hoja de palma. Da una vuelta, corta con las tijeras, sopla a la figura. Es un chapulín. Los vende en cruceros, algunos, los bonitos, los da a 25 pesos, pero acepta lo que la gente le quiera dar.

“La gente me dice ponle precio, está bonito, es un arte. Siempre me da pena pero sí les pongo así que a 25 (pesos) cuando los hago bien bonitos. Como estos yo los hago secos, cuesta bastante hacerlo pero estos son bien fáciles, mire, como estos son de la hoja de la penca que se cae sola, ya quedan secos”.

El registro sin contabilizar

Los datos del Instituto Nacional de Migración (INM) no son claros. No existe una verdadera estadística que ilustre el fenómeno de la migración de centroamericanos a través de México con Estados Unidos como destino.

En su sitio de internet, el INM muestra una gráfica muy escueta que titula “Entrada de trabajadores fronterizos documentados, 1999-2011”. Ahí, según sus datos, da cuenta de 130 mil 674 trabajadores centroamericanos que laboran en los campos agrícolas en el último censo.

Sin embargo, en las calles de Culiacán, sin un hogar y siempre con apetito, Edgardo es sólo uno más de los que van camino al norte en busca del sueño americano. Él trabaja en las calles, limpia vidrios, levanta basura, corta la maleza y hace sus artesanías. Busca un trabajo mejor, uno estable, pero no tiene papeles.

“Y trabajo así, si usted me para y me dice que tiene un lugar para trabajar, para que le trabaje, voy; a todo le hago, hay que buscarle”.

Datos de la Secretaría de Gobernación indican que entre enero y septiembre de este año, son 113 mil 809 ciudadanos centroamericanos presentados ante la autoridad migratoria, de los cuales 42 mil 006 son hondureños.

Pero esos son sólo números, y en las calles de Culiacán, en las inmediaciones de las vías del tren la realidad es otra. Gente como Edgardo y otros del centro y sur del país, buscan la manera de salir adelante ya sea por medio de un empleo temporal o pidiendo limosna en los cruceros.

“Sí es muy difícil conseguir trabajo porque a veces lo ven a uno y piensan que uno es un malandro y luego uno no tiene documentación ni nada”.

Por parte de la autoridad estatal y municipal tampoco se tienen cifras exactas, sólo la intención de colaborar con el gobierno federal.

La primera aduana

La ruta de los migrantes marca como inicio la frontera México-Guatemala, o al menos así lo fue para Edgardo, quien dejó por segunda vez su tierra hace 10 años. La opción menos riesgosa, pero la más cara también, es pagar a un pollero para pasar, pero Edgardo no tuvo suerte.

“Desde que entré me robaron en la frontera con todo y mis papeles. Tanto que batallé para conseguirlos en mi país de vuelta los papeles y solo los vine a perder allá en la frontera de Guatemala con México, cazado lo dejan a uno ahí, me quitaron mi carterita y ya sin papeles, imagínese usted, tiene uno que andar consiguiendo en las construcciones, donde se pueda”.

Tuvo que optar por el tren como cientos de centroamericanos que viajan al norte. La historia de Edgardo es una muy difícil, pero hay otras más complicadas. Apenas el 4 de octubre de este año, el INM encontró en el municipio de Tres Valles, Veracruz, a aproximadamente 60 migrantes.

Los agentes federales del INM reportaron que los migrantes fueron abandonados por parte de traficantes de personas, y cuatro murieron como consecuencia de asfixia y deshidratación al no recibir agua ni alimentos por más de 48 horas.

Cruzar la frontera es cruzarla dos veces, así lo fue para Edgardo, quien sigue con la intención de llegar a tierra norteamericana. Mientras lo consigue, en Culiacán se hace acompañar por un perro.

“Aquí estaba (el perro) con un señor y yo pasaba y le daba huesitos. El señor se ponía bien borrachito y se lo llevaban preso, se quedaba solo y me empezó a seguir, se me pegó. Mira, ahí anda, Choco le puse”.

El perro voltea al escuchar la voz de su amo. Echado bajo la sombra del árbol, apenas a un par de metros de distancia de Edgardo, se acicala el lomo. Hace por pararse pero todo queda en un intento. Edgardo sonríe. Sus manos siguen ocupadas.

“Ya está bien viejón, está maduro porque se cansa con la calor, el sol pues y se me queda encerrado y no me acompaña pero yo lo comprendo, ya está viejo, tiene sus años”.

La historia de un amor

Josué Domínguez González y Verónica Esteban Pérez se conocieron en el centro de Guadalajara. Ahí los alcanzó cupido y desde hace siete años su camino es el mismo. Ambos son migrantes con historias conmovedoras.

“Yo originalmente nací en Sonoyta (Sonora) pero me crié en Nicaragua, en Centroamérica. En el tren me agarraron y me deportaron y llegué hasta allá, creyeron que era extranjero”, explica Josué.

El no solamente es un migrante, sino que no tiene país ni papeles. Sin patria, sin hogar y sin familia, Josué busca reinventarse.

“En Nicaragua fueron bastantes años, me traían así (truena los dedos), te humillaban más que aquí, no es como andar en México. Aquí en México tratan a veces bien al migrante, hay mucha gente que sí te hace un cero a la izquierda, te dicen pinche mugroso, que por qué le voy a dar algo si lo quiere para la droga, pero ellos no se imaginan que lo quiere uno para comer algo”.

Con 26 años y 10 viviendo en las calles de México y Estados Unidos, Josué fue deportado de Sonoyta, Arizona a México, y junto con su pareja, dejaron la idea de ir por el sueño americano para formar una familia. Sólo buscan un lugar dónde echar raíces.

“Yo quiero quedarme aquí, llevarla a ella a Guadalajara primero Dios, ir con su familia y tener un lindo hogar como lo tienen ustedes, porque la calle no te deja nada bueno”, reflexiona Josué.

La familia de Verónica vive en Guadalajara pero son originarios del estado de Tlaxcala, de una comunidad otomí llamada San Diego Metepec. Ella, con 27 años, comparte la idea de Josué.

“De hecho yo estaba en la calle y me lo encontré en el centro de Guadalajara, ahí me lo topé y ahí nos hicimos novios, ya vamos para siete años de estar juntos en unión libre”, dice Verónica.

Volver a Guadalajara a bordo del tren no es una opción. Josué opina que es peligroso para su pareja. Están ahorrando para el pasaje y regresar en autobús, pero la vida en la calle es dura, es difícil, sin embargo, él no se desanima y ella sólo lo mira hablar y sonríe.

“La mera verdad estamos convencidos que se puede lograr lo que quieres en la vida, yo antes me sentía triste, que no tenía a alguien pero la encontré a ella gracias a Dios, con que no le falte el taquito del día, la papa, basta y sobra para nosotros”.

Altruismo por añadidura

En pleno centro de la ciudad, Josué y Verónica, así como Edgardo, encontraron alimento en el Comedor Universitario Pro Personas Migrantes, de la Universidad del Golfo de California (UGC). Ubicado en la plaza Agustina Ramírez, en el cruce de los bulevares Gabriel Leyva Solano y Francisco I. Madero, el comedor opera desde el 1 de noviembre.

La sociedad de alumnos, junto con el patronato y el voluntariado de la UGC operan el comedor de lunes a viernes entre 1 y 3 de la tarde. Apenas el primer día asistieron a 20 personas, entre migrantes y vagabundos.

El presidente de la sociedad de alumnos, Octavio Ramos Monjaraz, explicó que el comedor seguirá funcionando aunque no se atienda exclusivamente a migrantes.

“Está funcionando y lo que dije desde un principio es que quien llegara lo íbamos a atender por igual, han llegado migrantes y  gente necesitada de aquí de la ciudad y pues es lo importante y la finalidad de esto”.

En Culiacán funcionan comedores comunitarios en la colonia Juntas de Humaya, así como en Bachigualato, justo en las inmediaciones de las vías del tren. También en las iglesias de la Capilla del Carmen en el centro y en Santa Rosa de Lima, en la colonia Rosales, tienen este tipo de ayuda a indigentes.

El comedor tiene capacidad para brindar 50 platillos y funcionará por tres meses bajo la operación el patronato de la UGC y su sociedad de alumnos, por lo que el llamado es a apoyar ya sea en especie o con labores.

Y a una semana de iniciado, la pareja de Josué y Verónica encontraron el taquito y la papa en el comedor. Junto con ellos, Edgardo y su perro Choco también se alimentaron. El otoño de Culiacán podrá ser caluroso para los que viven en la calle, pero las penas con pan son buenas.

 

 

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