La sacudida que movió la tierra… y la solidaridad

 

 

 

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“Pícale hijo, no ves que traigo prisa”, espetaba un vendedor ambulante a otro que lo detenía en su apresurada marcha hacia su puesto de zapatos, cerca del Metro Revolución, en la Colonia Tabacalera.

El llamado sin embargo era nada comparado con el ininterrumpido rugir de los autos que congestionaban las principales vías de la ciudad: sus cláxones, la música yuxtapuesta de vendedores de piratería que indistintamente se contraponía una sobre otra, el ruido de licuadoras en los puestos de jugos en la calle, los gritos estentóreos de comerciantes ofreciendo sus productos, los camiones urbanos acelerando sus motores en una anarquía sinfónica que volvía todo sonido en un sonsonete amorfo, y casi enloquecedor.

De pronto, un nuevo sonido se impuso por encima de todo ruido. Era una alarma. Y entonces se escuchó la siguiente advertencia: “Peligro, Alerta Sísmica”.

No terminaba la advertencia cuando la tierra comenzó a sacudirse con una violencia inusitada: los edificios se empezaron a agitar como hojas sacudidas por el viento, y fue entonces que el tráfico intermitente de la ciudad se detuvo en un encantamiento aterrador: estaba temblando como no ocurría en los últimos 32 años.

 

Correr por la vida

Manuel Amador, un maestro de escuela que habita en la colonia Tabacalera, escuchó desde su habitación la alarma, y apenas iba a levantarse de su escritorio cuando sintió el movimiento telúrico que casi lo estrella contra un librero que tenía al lado.

En ese momento supo que el edificio iba a caerse. Por instinto más que por temor, corrió a la salida mientras cuadros, floreros, y libros caían como piezas de dominó, en tanto paredes, suelo y techo se agitaban con una furia desconocida, casi apocalíptica.

Alcanzó a salir del departamento, y entonces corrió por el pasillo rumbo a las escaleras, donde ya otros inquilinos salían aterrorizados igual que él, y corrían en manada hacia la salida, entre tumbos, gritos, y horror, en tanto la alerta sísmica, insistente, seguía escuchándose.

Manuel alcanzó la salida casi vomitando las tripas por el esfuerzo, y una vez afuera pudo notar como decenas de mujeres, hombres y niños, alzaban la mirada a sus alrededores con asombro mortal, mientras se sujetaban entre ellos para no caer.

Confundido, Manuel se volvió a ver el edificio de donde acaba de salir, y desde allí observó como el inmueble era sacudido con violencia. En ese momento volvió a pensar que en cualquier momento caería, y por inercia se alejó hasta el otro lado de la acera.

“Mi abuelita… Está adentro. Venía corriendo conmigo, pero se cayó y yo no me detuve a ayudarla porque tenía miedo, pero está adentro”, lloraba Karen Murillo, una adolescente de 19 años que habita enseguida del departamento de Manuel.

Manuel no dijo nada. Aún estaba agitado por la carrera. Volvió la vista hacia el suelo, y desde ahí pudo notar cómo el pavimento se mecía de un lado a otro, como si estuviera parado en una base de gelatina. Levantó entonces la vista, y los árboles y postes también eran sacudidos. La gente a su lado comenzó a rezar, otros a llorar, otros se hincaron en el suelo, o se tomaban entre ellos para no caer.

De pronto el temblor empezó a disminuir. Manuel volvió la vista a su alrededor, y miró a cientos de personas que estaban de pie y a la expectativa en medio de la calle: el tráfico estaba detenido y sus choferes afuera de sus vehículos, como listos para correr, los vendedores ambulantes, los transeúntes, las licuadoras, los camiones urbanos, la música, también se habían callado. Todavía Manuel miró al frente de su edificio, y éste seguía de pie. Había terminado. Entonces emitió un largo suspiro.

“Creo que hasta olvidé respirar”, recordó Manuel un día después.

 

El péndulo de una lámpara

A las 13:18 horas del pasado martes, Juan Pablo Salazar Pérez estaba en su negocio de antigüedades, en la colonia Condesa. Debía preparar una orden de compras para su negocio y más tarde atender unas reparaciones que necesitaba su local.

Fue cuando una lámpara que colgaba en la entrada comenzó a menearse con suavidad. Juan Pablo la observó con curiosidad, pero no dijo nada. Entonces otros objetos comenzaron a brincar discretamente, y uno de sus empleados alertó que estaba temblando.

Discretamente empezaron a salir del edificio, ubicado en Amsterdam 25, de ese mismo sector, no así Juan Pablo, quien haciendo gala de su seguridad y rebeldía, se mantuvo a la expectativa. De pronto la lámpara en el techo empezó a  brincar con violencia mientras objetos y cuadros comenzaron a caer de sus lugares.

Algo en la estructura del inmueble tronó intempestivamente y fue entonces que, en un acto de miedo y desesperación, Juan Pablo corrió al exterior.

Entre tumbos y zancadas alcanzó la calle, y luego el camellón de Ámsterdam. A como pudo se abrazó de un árbol, pero al volverse hacia el edificio donde estaba su tienda de antigüedades, éste se derrumbó en mil pedazos, sepultando todo en su interior. No terminaba por sorprenderse cuando una nube de polvo lo cubrió por completo a él y sus trabajadores, mientras uno de sus vecinos gritaba: “Dios Mío, Dios Mío”.

Todavía alcanzó a escuchar la alarma: “Alerta sísmica, Alerta sísmica”, se escuchaba. Entonces, nada.

 

Héroes no convocados

Todavía el polvo no se disipaba, cuando un grito de mujer regresó a Juan Pablo a la realidad: “Ayuda, ayuda”, se escuchaba.

Sin siquiera sacudirse el polvo, Juan Pablo y el resto de sus trabajadores corrieron a la edificación caída, y entre escombros y pedazos de pared, vidrios rotos, y más polvo, se introdujeron a las ruinas. Era obvio que lo poco que había quedado en pie, en cualquier momento podría derrumbarse y sepultarlos, pero en ese momento la urgencia por salvar a una de las víctimas era imperante.

Caminaron un poco más, y de uno de los departamentos en ruinas salió una mujer de algunos 50 años. Milagrosamente había salvado la vida. A cómo pudieron la llevaron a la calle, pero entonces un nuevo llamado los alertó: ¡Auxilio!

Era un trabajador de mudanzas que había quedado entre los escombros con medio cuerpo sepultado. Batallaron como media hora en sacarlo, con martillos cuarteando el gran pedazo de techo que tenía encima, cubetas para remover los escombros, y con el temor que en cualquier momento hubiera una réplica de temblor y terminara por tumbar lo que quedaba. Juan Pablo y sus trabajadores lograron sacar al trabajador de mudanzas. Usaron como camilla una vieja puerta, y despacio lo llevaron a la calle.

En ese momento, nadie sabía que todavía estaba adentro doña María Ortiz, una mucama que se encargaba de la limpieza en tres de los departamentos del edificio.

 

Salvar o morir

Cuando el temblor se detuvo, Manuel Amador ya no volvió a su departamento. En parte por el temor a una réplica, pero también porque empezó a escuchar rumores que habían caído al menos dos edificios a pocas cuadras de donde vive.

Decidido se dirigió rumbo al monumento a la Revolución, por donde habrían colapsado los edificios, pero no encontró nada. Quiso hacer una llamada para confirmar que familiares, amigos y compañeros estuvieran bien, pero el servicio de telefonía también se había caído.

La gente por su parte empezó a salirse de sus trabajos para dirigirse rumbo a sus casas, pero entonces no había servicio de transporte público. También había colapsado, provocando que la gente se volcara a las calles, pues la única manera de llegar a sus domicilios era caminando.

Para entonces, abarrotes, restaurantes, cines, gimnasios, escuelas, tiendas departamentales, también habían cerraron sus puertas para permitir a sus empleados regresar a sus hogares, y confirmar que sus familiares estuvieran bien.

Manuel a su vez, había terminado en el 25 de Ámsterdam de la Colonia Condesa, enfrente de uno de los 38 edificios que habían colapsado en Ciudad de México. Ahí se unió a una cuadrilla de civiles voluntarios que llevaban agua, alimentos enlatados, medicinas, y con picos, palas y cubetas, empezaron a sacar escombros en busca de sobrevivientes, o de algún indicio que los ayudara a salvar una vida.

Pasando cubetas llenas de escombros, Manuel miró entonces a un joven de 29 años que, lleno de nostalgia, miraba los escombros del que fuera su hogar: era Juan Pablo Salazar que, desde el otro lado de la calle, miraba sus sueños entre los escombros.

“Aquí vivía, y aquí tenía mi negocio. Todo lo que tenía estaba aquí. Pero al menos tengo vida”, indicó más tarde Juan Pablo.

Y sin embargo, al menos en ese momento, su única ilusión se resumía en encontrar con vida a doña María Ortiz. Pero conforme las horas pasan la ilusión poco a poco se desvanece. En cambio Juan Pablo no parece perder la esperanza, y con cierta nostalgia mira los escombros de lo que fuera su proyecto de vida.

Cerca de él, Manuel formaba parte de una larga fila que se pasaba cubetas llenas de escombro en un último intento por rescatar la vida de un ser humano. La ciudad y las gentes como Manuel y Juan Pablo al menos ganaban un día más para reconstruirse.

 

El terremoto en cifras

 

  • El sismo que sacudió Ciudad de México, Morelos y Puebla, tuvo una intensidad de 7.1 grados en la escala de Richter. El epicentro fue registrado entre Cuernavaca y Puebla.
  • El sismo ocurrió el 19 de septiembre pasado, es decir, 32 años después del temblor ocurrido en 1985.
  • Hasta el pasado viernes por la tarde se habían reportado 293 muertos, y un número desconocido de desaparecidos.
  • Las autoridades reportaron 38 edificios colapsados en Ciudad de México, la mayoría de ellos en las delegaciones Cuauhtémoc, Benito Juárez y Tlalpan.
  • Luego del terremoto se abrieron 46 albergues en Ciudad de México, que dieron comida, agua, medicinas y atención psicológica a las víctimas.
  • Hasta el viernes de la semana pasada, la búsqueda por rescatar y encontrar víctimas, continuaba, y aunque el gobierno buscaba meter maquinaria pesada para remover escombros, familiares, amigos y vecinos de las personas que estaban desaparecidas se opusieron, pues ella podría provocar mayores derrumbes y la muerte de quienes pudieran estar sepultados y aún con vida.
  • En Culiacán y otros municipios del Estado de Sinaloa se registraron dos movimientos telúricos, uno de 5.1, el viernes por la madrugada, y uno más el viernes a las 11:38, de 4.0, en la escala de Richter.

 

 

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