Donantes repudian centros de acopio oficiales

 

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Ayuda a borbotones

 

 

Sin parafernalia mediática, el cantante llegó ante su escasísimo público. No más de cinco adultos.

Justificó su presencia ante ese micrófono aduciendo que estaba para cooperar, con su canto, pues el ser un artista callejero no tenía ingresos suficientes para dar más en favor de los damnificados por los terremotos en Oaxaca, Chiapas y el Estado de México.

Además, por experiencia propia sabía lo que era estar desamparado, pues en su caso tuvo que cantar en camiones para poder comer.

Tocó las cuerdas de su guitarra y comenzó su trova. Entre rola y rola, aclaraba la razón por la que estaba allí. Dijo que no buscaba dinero, sino alimento, agua, ropa, productos de limpieza, y todo lo que sirva para dar a damnificados un “tentempié” mientras el gobierno reacciona ante la emergencia, que se multiplica.

Otra canción. Y precisa que el micrófono, la bocina y la mezcladora son prestadas por un discomovilero que se sumó a la causa donando tiempo y equipo.

Sigue cantando, y avienta al ruedo al discomovilero. Le pide cantar y este acepta. Los cinco adultos de su escaso público lo animan. Va una rola ranchera, de “rompe y rasga”. No lo hace más y cosecha  aplausos y risas. Agradece el gesto con una caravana entre japonesa y árabe.

El cantante arenga a los que lo escuchan a que donen alimento, medicina, ropa, productos de limpieza, pero muy pocos lo escuchan o se detienen para atender el llamado. La mayoría de los que pasan son feligreses de la parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, que van a sus lujosos vehículos sin siquiera detenerse. Ellos aparentan que el cantante callejero no está allí, que su trova es muda y que su petición es una tranza, y avanzan sin detenerse. Ya se habían dado los suficientes golpes de pecho como para considerarse limpios, perdonados de sus pecados.

Al trovador callejero poco le importa el desdén, y continúa con su misión. Un joven le lleva una botella con agua, el da un sorbo, y pide a un hombre maduro que se aviente un “palomazo”. El público, que ahora son mayoritariamente muchachos y un locutor que divertido observa cómo la gente no reacciona, lo anima con gritos, mientras, adentro, en la iglesia, el párroco oficia la misa de cuerpo presente del juez Joaquín Castro Camargo, quien había muerto violentamente dos días antes.

El tipo canta, y luego aclara que él y un grupo de camioneros coincidieron en que debían hacer algo para ayudar a los damnificados de los sismos. Uno ofreció poner a su chofer, otro pagará el combustible, uno más prestó el tractocamión, alguien más la caja seca, y otro más ofreció cubrir los viáticos y peajes. Así armaron el viaje, pero faltaba la recolección de las 25 toneladas de víveres con que se llenaría el tráiler. Llamaron a sus compañeros de clase y todos accedieron, como ex grupo de la Escuela Secundaria Federal “Ignacio Manuel Altamirano”, la IMA, como aquí le dicen.

Avelino Guerrero Chávez, el espontáneo que recién cantó, explicó que no los movía ningún interés económico ni de figurar públicamente y mucho menos políticamente. Tampoco salir en fotografías o en medios de comunicación, o alardear de los hechos para engrosar el ego personal. “Sólo ayudar, y es tal el desinterés que nadie de los que aportan los gastos quiere ser relacionado en algún medio”.

En cuestión de horas, el trovador ya amenizaba con su canto la primera tarde de recolecta, y el mensaje del camionero se hace escuchar.

El desánimo cundió cuando la respuesta fue poca, escasa, pero no se amilanaron. El desdén de los feligreses, a ellos los llenó de combustible y más alto cantaron, y más rápido se movilizaron.

En cuestión de minutos, la población civil responde. Como hormigas, llegan con bolsas, con recipientes de agua, con víveres, producto de limpieza, ropas, herramientas. Filas y filas de vehículos llegan a donar. Los conductores no hablan, no esperan la foto, ni la entrevista, tampoco llevan consigo sus propios medios. Algunos ni descienden, sólo esperan que los chicos universitarios que ahora son montones, abran las portezuelas, tomen las bolsas, y se alejan. Es un acarreo silencioso, hormiga, de marabunta.

En esa marabunta va don Juan, un hombre mayor, de la tercera edad, cargando con una bolsa del súper. Entre divertido, pero con semblante serio abraza esa envoltura gris. Justo antes de que un muchacho le extienda los brazos, la bolsa se rompe. Al suelo cae un kilo de arroz, otro de frijol y unas latas de atún. Don Jesús se apena, y dice: Era todo mi dinero. El muchacho le responde: “gracias”, le da un apretón de mano y un sobón en la espalda, sin importar el sudor que empapan los hombros de ese hombre que ya dando vuelta para retornar a casa, sonríe. Él había aportado para llenar el quinto camión. Un granito en las 125 toneladas de víveres que la población civil envió.

Mientras, los centros de acopio oficiales lucen solos. El Sistema DIF-Ahome presume en redes sociales: llenamos un camión, los otros, los cayados, han abarrotado cinco tráileres, y sin fotografía y sin parafernalia mediática.

 

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