Perlas de Pepe

 

 

Para todos los que meten la llave en la cerradura, medio pisteados y tostados por el sol del Viernes Santo, sus padres y el Sábado de Gloria les aguardan con una noticia descomunal. Capaz de cortar la borrachera de un golpe. Capaz de crear una sensación de arrepentimiento. Capaz de despertar la posibilidad de una promesa. Capaz de… Lo anunciaron las sirenas de los barcos, de los bomberos, de la Cruz Roja, de la Policía, los carros de sonido de Robles: “A todo el puerto de Mazatlán se le ordena que desaloje la ciudad porque un maremoto…”.

—Nos vamos de la ciudad, viene una ola de treinta metros.

“El hotel Freeman tiene treinta y cinco, ¡Dios mío, nos va a ahogar a todos!”.

La nueva generación, la peleonera nueva generación, no tiene nada qué buscar, ni qué opinar. O cumple o se muere. En las camionetas de esa madrugada del 28 de marzo de 1964 hay vecinos que ni conocen al Elvis, mucho menos a los Beatles. De Mary Quant, ni en cuenta. No saben quién es Angélica María ni han oído a Polo, de los Apson Boys. Son gente que sube a los perros, al gato sinvergüenza que llegó como presintiendo el peligro, al perico, a sus actas de nacimiento, a sus pasaportes, a sus cuentas de ahorros, para escapar de una ciudad que va a recibir su justo castigo, como lo tuvieron Sodoma y Gomorra. Y ellos les dan la mano para que suban a la esperanza, el nombre que adquiere cualquier vehículo de la ciudad, que queda solitaria y con las puertas abiertas. Hasta los difuntos quedaron abandonados en las funerarias. Solo el carro de sonido recorre la ciudad como alma en pena.

—Atención, urge evacuar, la ola borrará del mapa a Mazatlán antes de las cuatro de la mañana.

Ni quién lo escuche.

A partir de las tres inicia la hora más larga de la historia porteña, más larga que la Hora Municipal que tiene, domingo a domingo, como tres horas de duración. Los segundos son espesos, y ya no se diga los minutos. Le hacen falta cuentas a los rosarios y plegarias al libro de oraciones. Nunca la esperanza de ir al cielo estuvo tan aterradoramente cerca.

Una radio de onda corta empieza a ofrecer una información que nadie entiende. Decía algo así como que un terremoto en Anchorange, Alaska, estaba provocando maremotos en varios puertos del Pacífico. ¡Pero Alaska estaba en el culo del mundo! ¿Porqué tenía que andar provocando disturbios en Mazatlán?

Son las seis y el cielo no escatima encantos. Se nota divino. El silencio es total. Nervioso. La ola debió barrer a Mazatlán hace dos horas y todo está igual. Eso sí, la ciudad luce desierta, silenciosa, fantasmal. Las pequeñas, pequeñísimas olas, lamen las playas abandonadas y, desde las alturas que escogieron como refugio, multitudes de mazatlecos empiezan a descender, cabizbajos. Para muchos la catedral es su destino; la Inmaculada les ha concedido un milagro y hay que agradecerlo. Varios llegan de rodillas.

—La culpa de lo que nos iba a pasar y que gracias a Dios no nos pasó —dirían luego los viejos—, es la falta de espiritualidad de esos muchachos que no respetan tradiciones, que buscan ejemplos en greñudos, que creen que la minifalda y la falta de respeto a los mayores es la solución.

 

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