Perlas de Pepe

 

 

Elvis llega a Las Vegas con un atuendo bastante parecido al que luego usarían más tarde los músicos banderos: un traje blanco, de enorme cuello, amplia campana, con unos bordados en oro, espantoso. Ni sombra del roquero de setenta kilos y eróticos contoneos, en su lugar un gordo patilludo de ciento quince kilos se desplaza con torpeza en el escenario, olvida las letras de sus canciones e improvisa incoherencias en monólogos que no van a ninguna parte. Es un mal remedo de sí mismo, pero su público lo adora aunque se caricaturice de manera tan grotesca, tan indigna, a pesar de todo es el rey. Sus súbditos, que atiborran el lugar, están en un rango de los 35 hacia arriba. Pocos son los menores.

Era el 21 de junio de 1977, además de sobrepeso, tenía 42 años y su fama hacía rato que había visto pasar mejores tiempos, desde que en 1963, cuatro melenudos ingleses llamados The Beatles, jalaron hacia ellos todos los reflectores del mundo. No obstante, el hecho de ser una leyenda viva, el recuerdo casi diluido de sus sensuales contoneos pélvicos, la indiscutible calidad de sus interpretaciones, su carisma y, en cierta forma, su conservadora forma de pensar, le concedieron un lleno total en el que sería uno de sus últimos conciertos en vida, menos de dos meses antes de su muerte, ocurrida el 16 de agosto de 1977.

Como Rey del rock, Elvis no fue muy congruente con lo que esta música representa. Por su conducta intachable, era el retrato vivo de lo que el establishment quería de sus líderes de masas: buen hijo, no drogas, no alcohol y, además, dócil a la hora de tumbarle el emblemático copete para enrolarlo al Ejército y convertirlo en promotor de la absurda guerra de Vietnam. El ciudadano perfecto que encausaba a las multitudes por la bendita senda que el sistema proponía. Si el rock es rebeldía, la excelente voz de Elvis era el antídoto perfecto para erradicarle ese veneno. Los jóvenes que lo seguían emulaban su peinado —un copete engominado—, su vestimenta y hacían por repetir sus movimientos al bailar, mientras se tomaban sus cocacolas con popote y se anudaban la corbatita: la hermosa juventud dorada del imperio. La que aceptaba con sumisión, la que no retaba ni en defensa propia.

Además de todo lo comentado, Elvis cantaba como negro. Su voz tenía esa forma, ese cuerpo, esa cadencia, pero estaba integrada al cuerpo de un joven blanco. Una maravilla en una época en que el racismo era visto como un valor y hasta había leyes discriminatorias contra la raza negra.

 

Texto editado del libro Mira esa gente sola, capítulo “Un comentario sobre Elvis Presley”.

 

 

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