Perlas de pepe                     

 
 
 
También, muchos años antes, era el destino de La Caravana Corona Extra, que traía un desfile de artistas de la época, estilo Javier Solís, Enrique Guzmán y hasta José Alfredo Jiménez, concepto que luego veríamos aplicado en un horror llamado Siempre en Domingo, desaparecido, por fortuna, como La Caravana. Como el cine. Como los puestos de fritangas. Como el Cosmos. Y Hasta los cigarros de La muralla, cuya fábrica estaba por ese rumbo.
 
El Diana era como el de catego. También de dos plantas, pero con una sola taquilla. Uno decidía la distancia y el nivel en que quería ver la película. Los viejos insistían en llamarle Royal, que en definitiva era un nombre mucho más bello. Salvo algunas ocasiones en que sobre su foro se montaron obras de la Compañía Nacional de Teatro, siempre presumió ser cine y de prosapia, además. Sus concurrentes no ocupaban tristes puestos de antojitos, para ellos estaban El Janitzio, Los Comales, justo en la acera de enfrente, al lado, El Bonys. O podían ir al Joncol’s o al Doney, o si querían comida oriental, al Pekín. Hoy no está ni el primero, ni el segundo, ni el tercero, ni el cuarto, ni el quinto, ni el sexto y donde nos divertía el Diana existe un asunto de religión. Ahí, donde descubrimos que por más juvenil que fuera el aguijón su veneno podía levantar ámpula, con música de Elton John, en Friends o enamorarnos de Melody, con los Bee Gees intentando marcar la generación. Nadie escapaba al Tu lov sombadi para abrazar a la compañerita.
 
El Reforma era una especie de lugar sin límites. Espacioso como los otros, con trazos modernistas, en su clientela pululaban apasionados del amor congénere y de ocasión, con la cartera pronta a satisfacer, en todos los sentidos, el hambre de quien les hiciera jalón. No había mucho de donde escoger. Las tortas del Ramón eran lo más cotizado en la zona, además de los tacos afuera de El Sol. Muchos años luchó el cine contra esa fama, hasta que acabó uniéndose al enemigo y vivió los últimos días de su existencia proyectando películas porno para esa clientela que, ya avejentada, recordaba sus hazañas en la soledad de su butaca, con un Lucky en la mano y unas palomitas que ya no eran como las de antes. Cuando las películas fueron triviales y ellos más viejos, cuando nadie sabía ya lo que era un Lucky, el cine se desmoronó.
 
Texto editado del libro Mira esa gente sola, capítulo “Lo que los cines nos dejaron”.
 
 

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