Perlas de pepe         

 
En los tiempos del “sí Chuy”, del chicle motita y los cigarros Baronet, cuando Robert Mitchum dejó una mansión inconclusa por la Avenida del Mar e ir al hotel Playa nos significaba toparnos con Telly Zavalas, el inolvidable Koyac, Lee Marvin o Yul Bryner, por citar algunos, los cines en Mazatlán estaban plantados en el centro, aunque el Rex, en la Colonia Juárez, levantaba la mano por ser la excepción que confirmaba la regla. Y el Ángel Flores, por la Plazuela del Burro, se salía un poco de la circunscripción. También los Selmar, que empezaron a alejar al cine del centro y añadieron el concepto de salas pequeñas, esto en los años setentas.
El Ángela Peralta, por motivos de sobra, El Túnel como su guarura gastronómico, era el señorial, pero cerró sus puertas en el umbral de los años setenta, cediendo el paso al Zaragoza, el Diana (Royal, antes de una reconstrucción drástica) y el Reforma, los tres instalados a distancia casi simétrica por la calle Aquiles Serdán, los tres de la hoy inexistente Compañía Operadora de Teatros, los tres con sus características de público bien definidas.
Antes de entrar en esos detalles, no quiero omitir la mención del Tropical, con sus dobles funciones nocturnas, porque no tenía techo, también por la Aquiles Serdán, donde hoy están “las changueras”, y el Terraza, por la llamada Gutiérrez Taquera, a dos cuadras al oriente del Teatro del IMSS, hoy Antonio Haas, también con el cielo por techo. Cines de “piojillo” que lloraban en las temporadas de lluvias. Bancas de madera, cero butacas. Cacahuates, garapiñados, pistaches, chicles, hedor a sudor, rincones para el romance, tacos de cabeza, de maciza, moronga, buche, bistec. El cilantro imperaba en el aroma.
El Zaragoza, que estaba donde hoy se ubica una tienda Coppel, era enorme, de dos plantas, cada una con su taquilla y tarifas diferentes, era, digamos, de la raza dos que tres, y qué mejor constancia de ello que a uno de sus costados se montaba una fila de cenadurías populares en la que los tacos, las tostadas, el asado, las gorditas, el pozole, los buñuelos, los churros y otras fritangas se ofrecían al mejor postor, con laxas normas de higiene que hoy provocarían desmayos. Como había niveles, en el otro costado se encontraba el restaurante Cosmos, con los pollos fritos más famosos de la época. Pese a ello, a que era para los dos que tres, el Zaragoza tenía sus ínfulas de grandeza: sus paredes estaban decoradas por dos enormes murales, el de un pescador y el de un cazador, sus baños eran del tamaño de salones de baile, y en épocas de carnaval se vestía de teatro para albergar a los Juegos Florales. Ahí Octavio Paz, nuestro Premio Nobel, leería su discurso de aceptación del Mazatlán de Literatura.
 
Texto editado del libro Mira esa gente sola, capítulo “Lo que los cines nos dejaron”.

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