El panteón viejo de Baca

 

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Hace algunos años, en el patio de la iglesia de Baca, lo trágico era tropezarte con huesos. La tierra colorada en esa parte con las lluvias torrenciales mostraba sus entrañas: un cráneo a medio salir, un diente como canica rodante, un fémur que perdió el dorso…

En realidad, hubiera sido un problema si no estuviera acostumbrado desde niño a escuchar tantas historias de espantos, pues si hubiera hecho caso, en las noches ni en mi casa estaría a salvo de la persecución de los muertos. Finalmente acepté rodear el lugar, pero por ninguna manera pasar por ahí en las noches.

Pensaba que si conseguía en las noches vagar sin miedo, sería una persona valiente y capaz. Pero a pesar de todo y mi atrevimiento, no me abandonaba el miedo. Estaba convencido de que era un panteón y de alguna manera los ahí sepultados recobraban la corporeidad. Nunca pregunté quiénes estaban en el cementerio, no sé si por temor o porque era una realidad tan lejana a pesar de estar entre el caserío. Tal vez mis bisabuelos estaban entre esas tierras.

Alardeaba con mis amigos o conocidos que pasaba por un panteón cuantas veces deseara, y para expresar mayor certeza auscultaba una frase familiar que empleaba mi padre: “A los muertos no hay que tenerles miedo, a los vivos sí”.

Mis presunciones lograban engañar a los presentes o al menos, eso creía. En vez de sentirme valiente cuando pisaba el barro colorado, temía que me fueran a agarrar los pies. En la noche y en otro lugar mi temor hubiera sido distinto, con otra orientación, pero aquí era a la tierra, a los muertos que alojaba.

Por ese tiempo me concentré en la escuela y albergue indígena, dejando al lado mi temor. Todo marchaba bien, hasta que un día unos albañiles que estaban escarbando para hacer una fosa séptica a la casa de los “camioneros” sacaron los restos de un cadáver, completo, no le faltaba siquiera un diente.

Los albañiles eran trabajadores a los que los muertos poco temor les infundía. Con las manos descalzas tomaron el cuerpo con cuidado para que no se lastimara y lo depositaron al descubierto, al sol que le desprendía terrones de tierra húmeda. En la tarde noche estaban con unas cervezas apostados a un ladito de él, hasta parecía que brindaban por el encuentro.

“Amaneció balanceándose en el mezquite la muerte” decían, el viento soplaba y la movía de un lado a otro, giraba y volvía a recobrar la sujeción que le daban las cuerdas. La gente pasaba y veía la mueca de una sonrisa, pero por temor la despreciaban y se alejaban sin voltear. Los mezquites en primavera se ponen muy verdes, de sombra fresca y rocío amarillo de azar.

No se qué mas sucedió porque ese día por suerte no pasé por el lugar. Pero veía el mezquite con desconfianza temiendo que su sombra en cualquier momento se solidificará en un cuerpo blanco.

Por fin terminé la escuela. La Semana Santa llegó a la vuelta del año y el patio de la iglesia luce como muchos judíos por esos días. En esta fecha el lugar se llena de gente en la ceremonia religiosa y la euforia del tambor y de los tenábaris y coyolis, se acompañan en una dualidad festiva que trasciende la realidad. El Sábado de Gloria culmina con la quema de Judas, las llamaradas suben en lo alto de la tierra colorada, como una puerta alternativa a la de la iglesia.

Hubiera sido más acertado primero contar que este lugar alojó el primer panteón de Baca, cuando la iglesia primera también estaba más debajo de la actual. Iglesia y panteón juntos diseñados al estilo de los evangelizadores. Sería muy conveniente saber si desde siempre fue el primer panteón o estuvo anteriormente en otro lugar, porque así parece que la iglesia fue adaptada a las circunstancias.

El abandonado panteón tiene fiesta cada Semana Santa y veladoras en la cruz del perdón, aunque ahora no sea a sus muertos… ¿o sí?

 

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