Malayerba Ilustrada: Las llaves de la ciudad para Julio Iglesias

Atractivo, jovial y sencillo. Un ícono del romanticismo. Un ángel con voz temblorosa pero que pegaba, les había caído en octubre de 1973 a las mujeres culichis: Julio Iglesias, en concierto.

Era la época floreciente del narco y el apogeo de las balaceras. Lo mismo en los funerales que en zonas residenciales. Un cabrán en aquel verano. Y Julio, esbelto y de buen humor, prefirió refugiarse en el hotel San Luis.

Hasta ahí acudió Pepe Ávila, dueño de la cantina El Trovador, para tomarse las fotos con el español. Pero no pudo. Así que tuvo que alcanzarlo en el parque Revolución, minutos antes del concierto.

También lo alcanzó Juan Manuel Acuña Salomón, quien conducía el programa La canción inédita, en Radio Universidad. Y ahí se le hizo entrevistarlo. Y hubo fotos, autógrafos y gritos burlescos de parte de un grupo de jóvenes universitarios que hacían referencia a esa supuesta homosexualidad.

Era la parte trasera del revo. Media hora esperando a que le abrieran la puerta de acceso a los camerinos. Pero no encontraban la llave. No llegaba el que la tenía. No podían abrir. Y Julio Iglesias inquieto: sus ojos brincaban de rostro en rostro, luego la mirada fija en esa puerta que se le negaba.

Los gritos seguían y otros se le amontonaban. Todavía no daba la escena para la histeria y la corredera de unos y otros. Pero cerca estaba. Le pasaba de rozón la idea de largarse de ahí y cancelarlo todo.

Sabía de los gomeros de la tierra blanca. Estaba enterado de los pistoleros. De los adinerados nuevos que conseguían la banda y se adueñaban de restaurantes y centros de espectáculos. Ni modo. Ya estaba ahí.

Pero no. Recobró la calma y hasta el sentido del humor. La puerta por fin le dijo que sí. Él tuvo hasta para invitar a los jóvenes que lo abucheaban: entrada gratis para todos. Y así fue.

Cantó como si supiera. El público agolpado lo había recibido bien en el Revo. Los del grupo musical Siglo 20 no hacían malos quesos ni compases.

El siguiente paso era difícil. La Fuente era el lugar de moda y espectáculos. No pisaban Culiacán Marco Antonio Muñiz ni Alberto Vázquez, las voces del momento, sin ir a La Fuente, ahí por el bulevar Zapata.

Julio volvió a cantar con esa voz tersa y ayudado por el rever y los micrófonos. El sonido perfecto. Los músicos igual.

Las mujeres eran mayoría en el lugar. Algunas con parejas. Otras en grupo.

Unas pocas con parientes y amigos. Varias se quitaron los calzones sin quitárselos. Otras lo devoraban a besos sin siquiera tocarlo. Gritos de excitación. Trompas de eustaquio chorreándose por entre las cuencas.

Pero no todo era romanticismo y canto. Un sujeto sombrerudo enchuecó la boca. Lo frunció todo en su rostro. No le gustó la coquetería de su acompañante. Pero menos el tipo ese que cantaba y que las traía locas.

Por eso aprovechó uno de los diálogos que Julio tuvo con los asistentes. Su seguridad en medio del escenario terminó de tajo cuando el inconforme empuñó una escuadra, sacó el cargador y se lo aventó al cantante.

Ahí te van las llaves de la ciudad, Julio. Le gritó con voz ronca. El ibérico sonrió nerviosamente y agradeció. Asomó el sudor en esa frente lozana.

Era octubre y hacía calor en la ciudad.

Columna publicada el 10 de diciembre de 2017 en la edición 776 del semanario Ríodoce.

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