Malayerba Ilustrada: Armas de juguete

Pedro y Julio juegan a los balazos. Él dice que trae un cuerno. Su amigo y compañero del salón prefiere las uzi. Ra-ta-ta-ta-ta-ta, grita uno. Ta-ca-ta-ca-ta-ca, le contesta el otro.

Andan de chile bola a la hora del recreo. Inseparables, los une el tercero de primaria y su afición, casi obsesiva, por las camionetas jámer, las chévrolet y las lobo. También les atraen los yips del ejército, artillados; aviones y helicópteros de combate.

Sus armas no son palos ni tablas, ni trozos de muebles de madera torpemente clavados, asemejando un rifle o una pistola. Son muy parecidas a las de verdad: cromadas y negras, con los movimientos y sonidos de cuando se corta cartucho, con cargador que entra y sale y balas de plástico.

A Julio sus mayores le dicen, le repiten, que no sea violento, que las armas son sus juguetes y que juegue con ellas, pero nada más. Le informan de los asesinatos, los narcos y matones. Eso sirve, aseguran, para que no sea como ellos. Quién sabe.

Los papás de Pedro no le dicen nada. Ellos lo ven normal. Que juegue, qué le hace. Le compran y le compran. Ya tiene una colección de soldados, unos de color verde olivo y otros con uniforme gris.

Conoce los tipos de aviones y submarinos. Quiere que le digan qué es un ge-tres, un errequince o una uzi. Que si tienen más potencia, que si pueden más que una granada, que si disparan más lejos.

Ínguiasu, ta perrón, es una jámer, papá: una jámer perrona, dice, grita cuando la ve pasar en zumba por el malecón nuevo como si navegara en el asfalto, imponente y ufana. Luces por todos lados, como árbol de navidad rodante.

Quiere cargar los chalecos antibalas y ver si es cierto que pesan kilos. Ponerse detrás de una mira telescópica y clavar el ojo en el punto donde se cruzan las rayas de la mirilla.

Y a eso juega con su amigo: a la guerra, a los balazos, a las camionetonas y los rifles de alto poder. Nadie gana, sólo ellos dos. No hay perdedores ni muertos ni saldos rojos. En esas mentiras chiquitas e inocentes, apantalladas con tanta muerte, no existen los ajustes de cuentas.

Allá van: a la tiendita, a comprar robots con espadas y con pistolas y con rifles. A preguntar cuánto cuesta la bolsa de soldados de plástico y las pistolas anaranjadas y rojas, enteleridas y desechables, que se venden con todo y balitas cilíndricas.

No corren a la tienda: vuelan. No van juntos: son uno solo.  No platican ni se abrazan: se van entendiendo en sus silencios y con esas sonrisas que todo lo inundan y encandilan; y ahí, en la intimidad pública de los juegos en el recreo y en las canchas y pasillos, se encuentran. Ahí son ellos.

Día de reunión de padres de familia. La mamá de Julio es seria y hasta tímida. Entra, saluda apenas con un murmullo que nadie entiende, pero que es un buenos días. El padre de Pedro ahí está.

Ella se va antes, él se queda, pero no mucho. No se despiden.  ¿Y tu papá?, pregunta Julio, ¿por qué no viene nunca? ¿Por qué ni viene por ti?

No puede.

Por qué.

Porque está muerto: le pegaron cuando iba manejando el carro.

Por qué.

No sé. Dos balazos aquí atrás, le dice, lustrando sus ojos y apuntando sus deditos a la parte trasera de la cabeza.

Con pistola de verdad, balas de verdad. Qué gacho. Ni modo. Vamos a jugar, pues.

 

Columna publicada el 7 de enero de 2018 en la edición 780 del semanario Ríodoce.

 

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