La camioneta

 

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Para el Dante y su banda. Puros compas chilos.

Les habían prestado esa barda altísima y tenían permiso para pintar. Grafiteros de las cloacas y las bardas de los patios traseros: ahora tenían ante sí la posibilidad de mostrarse, desnudar sus pinceles, esténciles, brocas, esprai, lápices y plumones en ese gran lienzo de ladrillo, arena, cal y cemento, de fondo gris, de esos que invitan, que te dicen quédate, cuéntame tu cuento a través de los zarpazos.

Llegaron temprano. Instalaron la estructura para escalar el viento y pusieron los conos anaranjados para que los vehículos que fueran al lugar se estacionaran más allá. Cada carro que fue llegando se fue quedando lejos, intentando evitar las manchas.

La gran pared estaba dividida por muros y cada rectángulo era perfecto para una silueta. Aquello parecía una baraja de rojos intensos, un blanco de nata, amarillo del paraíso, azul de un cielo infinito, negro rabia. En cada rectángulo una sombra de luz, una historia que se cuenta cuando te le quedas viendo. Una mujer morena con el pelo relamido y la mirada recia, un apache que parece tener hinchado el pecho, un danzante de venado que apunta con sus ojos al futuro, un indígena que bien podía representar a los rarámuris que a los que siembran la hoja de coca en Bolivia —sonriente y parece tener un corazón amarillo en la frente—, un joven con medio rostro cubierto con el paliacate de los zapatistas y la insumisión, un hombre de pelo ondulado y lentes que parece representar a los académicos e intelectuales, un negro que bien podía ser gringo o africano o haitiano, de mirada serena.

Ahí estaban. Peleando con la pintura, viajando en los lienzos grises, marcando con frustraciones, amores, odios, estrellas e ilusiones la cal y la arena asidas a la superficie, escarbando en el horizonte pequeño que no termina. Cuatro artistas de los colores, encaramados en la estructura metálica, perdiendo el tiempo porque pretendían atrapar con sus brochas y esténciles y pincelazos el viento de un invierno que no llega a otoño y que parece anunciar el verano.

Entretenidos, concentrados. Escuchan el rugir de un motor. Los despierta de esa concentración tibetana. Los malviaja. El conductor tumba los conos anaranjados y traspasa la línea. Estaciona su gemecé lujosa. Bajó un joven. Buchón urbano: dos teléfonos, cachucha modelo sicario, tenis para ir a bailar al Ópera, pantalón apretado y entubado, reloj para presumir a las morras dolareras y lentes oscuros tipo ceguetas sin lazarillo.

Aquí me parqueo, cabrones. Y qué. Oiga, no queremos mancharle la camioneta. Pobres de ustedes, putos. A la primera mancha, los mato. Miedo. Tuvieron que esperar a que regresara para reanudar. El joven narquillo había ido a misa.

 

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