Las caladas de la mafia al gobierno

 

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Los grupos del narcotráfico tienen una ventaja sobre el gobierno: ellos siguen ahí mientras los gobernantes pasan. Como no hay un seguimiento de las políticas públicas respecto al narcotráfico, ni a nivel local ni federal, cada vez que hay un cambio los grupos se reacomodan entre sí y frente al Gobierno. Hay nuevos pactos y condiciones que generan conflictos internos en la mafia… o no los hay y eso también trastoca sus estructuras. Esto se observa en los estados y también a nivel nacional.

En Sinaloa ha ocurrido con mayor claridad desde que Antonio Toledo Corro llegó al poder, pues con él regresaron capos que habían salido huyendo de la Operación Cóndor, entre ellos Miguel Félix Gallardo. Después de ese negro sexenio arribó Francisco Labastida Ochoa y, a partir de las medidas que tomó contra la corrupción de las policías, lo menos que sufrió, en lo personal, fueron agresiones a balazos sobre los vehículos donde viajaba.

Con Renato Vega, el primer enero de su mandato, ocurrió una de las peores balaceras que se recuerden sobre el viejo malecón, donde murieron pistoleros, niños y un agente de Tránsito. Era como recibir al nuevo Gobierno. La respuesta de Vega Alvarado fue militarizar las policías.

Después de Renato Vega siguió Juan Millán y la violencia se hizo presente desde los primeros días, con levantones, ejecuciones y acribillados de carro a carro. “Me están calando”, dijo ante la pregunta de los periodistas. Y lo calaron. Antes de que el mes terminara, el 27 de enero, fue asesinado Jorge Aguirre Meza cuando llegaba a su casa, en Navolato. Aguirre había sido un auténtico luchador social, abogado, defensor de los derechos humanos, como ha habido pocos en Sinaloa y en el país. Nunca se aclaró su crimen ni se castigó a los asesinos.

Jesús Aguilar llegó al Gobierno en medio de un descrédito total de las estructuras policiacas, luego de que, al final de la administración de Millán, se supo que comandantes de la Policía Ministerial fungían como escoltas de Rodolfo Carrillo Fuentes, asesinado el 11 de septiembre de 2004 en Culiacán. El Cártel de Sinaloa se estaba reacomodando bajo una figura indiscutible después de este crimen que él había ordenado: Joaquín Guzmán Loera.

El 5 de mayo, como una forma de decir, “aquí estoy”, el Chapo Guzmán ordenó la liberación de nueve internos que estaban en el penal de Culiacán. Para ello, la policía estatal inventó un operativo al interior de la cárcel y los malandrines salieron por la puerta principal vestidos de policías, aprovechando que los verdaderos agentes traían pasamontañas.

Con Mario López Valdez, el gobernador del “cambio”, las cosas no fueron distintas. Pactó con el Cártel de Sinaloa y las acciones en su contra vinieron de los Beltrán Leyva, que igual le asesinaron policías estatales por puños que le dejaron cuerpos descuartizados en las escalinatas del palacio de Gobierno.

Este ha sido el comportamiento tradicional de la mafia ante los cambios de Gobierno, bajo esa premisa casi científica de que los gobernantes pasan y ellos se quedan. Y en este contexto se inscribe el ataque al comandante Juan Antonio Murillo Rojo. No importó su investidura, si traía escoltas, si se exponía gente inocente en el ataque: se ordenó y se ejecutó. Punto. Alguien fue agraviado durante una de las gestiones de Murillo en los cargos que ha tenido y esperó tenerlo a tiro. Si el ataque se dio bajo un gobierno u otro, no es trascendente para ellos, que están y seguirán ahí, agazapados, mientras los otros solo van de pasada.

El atentado lleva un mensaje implícito para Quirino Ordaz Coppel al margen de que los ejecutores hayan querido enviarlo o no: ellos son los dueños de la plaza y las diferencias se seguirán zanjando a sangre y fuego si es necesario, como ha sido siempre. Habrá dinero o plomo para los que van llegando, como lo ha habido en grandes cantidades —de ambas cosas— para los que han pasado por aquí. Esas son las leyes del narco. Las han hecho valer y han sobrevivido.

Bola y cadena

VAN LLEGANDO Y SERÍA MUY INJUSTO evaluar el trabajo que están haciendo los militares frente a la violencia que se ha desatado. En lo que va de enero hay más crímenes que en enero del año pasado. 50 hasta que esta columna se escribe, no marca ninguna diferencia respecto a lo que había en la pasada administración. Y, en todo caso, al crimen organizado parece importarle un comino si están o no los militares al frente de los aparatos de seguridad. Dueños de las estructuras de seguridad en todo el estado, del C-4, de información valiosa de archivo, no tendrían pretexto para no dar mejores resultados que los que se acaban de ir. Pero tiempo al tiempo.

Sentido contrario

NO PARECE QUE LA LLEGADA DE QUIRINO ORDAZ al tercer piso vaya a significar, ya no digamos  una “cacería de brujas” de la administración saliente, sino ni siquiera una revisión a fondo de la administración que encontraron con el ánimo de fincar responsabilidades en los casos de malos manejos. Salvo por una excepción que se perfila sólida: Servicios de Salud de Sinaloa, cuyo titular era Ernesto Echeverría Aispuro. Hasta ahora, los funcionarios entrantes no encuentran el hilo de la madeja, dicen, debido a la magnitud del desorden.

Humo negro

FINALMENTE, DESPUÉS DE MUCHOS JALONEOS LEGALES, Joaquín, el Chapo Guzmán, fue extraditado a los Estados Unidos. Y retomo algo que dije hace poco más de un año, cuando todavía no había sido detenido. Preveía —sin tratar de hacerle al adivino—entonces dos escenarios, cuando La Marina le pisaba los talones. Uno de ellos es que podía morir en un enfrentamiento con ellos; el otro es que fuera detenido y, con el tiempo extraditado. Y entonces, decía, el destino del capo es que terminará acogiéndose al programa de testigos protegidos de los gringos y haciéndose viejo en alguna casa asignada para vivir, viendo crecer a sus hijas gemelas. Ahora que lo han extraditado, pienso lo mismo.

 

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