Asesinado en El Castillo

 

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Lo llevaban vivo y lo mataron los verdes”, dicen vecinos

 

Luis es de pocas palabras. Pronuncia una de ellas quedo, lo hace con frases cortas. Y también con seguridad. Pidió una camiseta para cubrirse el dorso, junto al altar montado para despedir a su hijo, asesinado a balazos apenas la semana pasada: no sabe por qué ni quién lo mató, tiene miedo, no sale de su casa ni anda por ahí preguntando cómo fue que pasó todo, pero al final dice, con una seguridad de taladro cuya broca no deja de perforar, que esto no quede así, que haya justicia.

Junto a dos personas, al parecer sus parientes, sostiene su cuerpo en una frágil silla de plástico. Bajo la carpa funeraria, custodiado por rosas, velas apagadas e instaladas en sus altas bases, y al fondo una cruz plateada.

Tiene cara de insomnio, de llantos aplacados. Sus ojos secos y rojos. No se mueven mucho sus 43 músculos faciales. Al paso de la entrevista, lenta y con sigilo, deja los monosílabos y suelta frases más largas que no pasan de las diez palabras.

“No sé nada. Lo que hice fue procurarlo, traerlo y velarlo”, dice. Está escueto, como sus respuestas: igual su rostro, su mirada de pájaros sin alas, su voz pastosa y arrastrada.

La última vez

Familiares y vecinos lo vieron con vida el viernes durante la tarde. Se dirigía a casa de su tía. Otras versiones señalan que ese día fue interceptado por elementos del Ejército Mexicano, junto a otro joven de Sataya. Pero fue Maitor Ulises Rojo Benítez, de 34 años y padre de una menor de 14 que va a la escuela secundaria, quien apareció muerto en un canal, entre las comunidades de Las Bebelamas y Bainoritos.

“Al morro lo levantaron y lo golpearon todo el día en El Contrabando, así se llama el caserío que hay en El Castillo, donde desemboca el río Culiacán. Mucha gente lo vio. Lo llevaban vivo y lo mataron los verdes”, señaló un joven de este poblado, quien pidió mantener su anonimato.

El sábado Luis Rojo, su padre, recibió una visita inesperada. Los empleados de la funeraria le informaron que había un cadáver en el Semefo de Culiacán y que si podía ir a identificarlo, porque podría tratarse de su hijo.

“Era él. Tenía el nombre de él, Maitor Ulises, tatuado en el hombro derecho”, señaló, con esa voz seca y esa boca de saliva migrante por la muerte.

¿Justicia?

El Castillo es un campo pesquero y polvoso. Mucha de la vegetación muere con el suelo arenoso, marino y salino, de sus calles. Basta entrar a ese pavimento parchado y accidentado para percatarse del cambio. Aquí termina la carretera y empieza el mar.

Ahí, por una de sus calles, la Rosario Ávila, en el número 51, vive la familia Rojo Benítez. Solo bastó preguntar a un joven que esperaba el camión en la orilla de la carretera, sobre la ubicación de esta vivienda, para que contestara que ahí, a la vuelta, donde hay una carpa de funeraria: “a su hijo lo mataron los guachos, oiga. Ellos fueron”.

Pero Luis se amarra. Parece no tener muchas opciones ni asideros. No sabe cómo murió su hijo, no tenía lesiones visibles —insiste—, estaba atado de manos pero desconoce si fue privado de la libertad y tampoco sabe quién o quiénes lo mataron y mucho menos si fueron los del Ejército Mexicano.

“Mi hijo trabajaba en la pesca o conmigo. Yo me dedico también a cortar espigas a las milpas y ese día, el sábado, andaba en una parcela rumbo a Villa Juárez”.

—¿Había escuchado eso, que se lo habían llevado los soldados?

—No había escuchado eso y no puedo asegurarle nada. Hasta ahorita estoy sabiendo. No quiero ni salir a la calle, está dura la cosa. Me siento mal.

Luis pide una camiseta para cubrirse. No suelta el respaldo de la silla. Justicia, se pregunta. Eso no me va a devolver a mi hijo. Eso no se puede. Lo asegura con una dureza sin relieves ni miramientos. No hay para dónde hacerse.

“Yo no he salido de la casa. Aquí me he llevado… no ando a gusto, a como fueron las cosas. No me siento a gusto. Pero si se llega a saber, que la justicia haga algo. Uno no es de pleito, no es de nada. Pero pasan estas cosas y no sé por qué. No saben el daño que hacen”, manifestó.

Su esposa, madre de occiso, está enferma de diabetes y una especie de asma bronquial. Sale a responder unas preguntas pero no se le dan las palabras. Se abraza ella misma y suelta: teníamos esperanzas de que no fuera cierto.

Y luego se va. Se refugia de nuevo en esa casita pequeña, de patios amplios, donde todo ahora, incluso la luz del sol de mediodía de jueves, es mortesino.

Luis hacia tercia en la conversación. Parece regresar desde atrás y agarrar fuerzas:

“Ojalá sepa el gobierno y los castigue. Que las cosas no queden así, no más”.

Lamentó que en su población, donde todos se conocen y no hay personas conflictivas, entran y salen grupos armados. Pero Luis ya no habla. La muerte de su hijo de 34 lo dejó con otro varón y dos mujeres, a quienes suma 11 nietos. Y una sombra gorda y triste que es esa ausencia.

 

 

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