Arrestado en vísperas de año nuevo

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El día que todo se espera, menos la cárcel

 

Cuando Javier B. llegó a Salt Lake City, en septiembre de 2011, empezó a buscar trabajo con amigos y conocidos. Sabía algo de construcción y herrería, aunque según confesó él mismo años después, “trabajaría en lo que fuera”. Finalmente su plan era salir adelante, y haría lo que fuera para ello. Pero tras dos semanas de buscar y no conseguir nada, aceptó juntarse con unos amigos, también de Badiraguato, que distribuían mariguana, “chiva y perico”. Su labor sería recoger paquetes de droga y cobrar dinero para sus jefes, unos sinaloenses que controlaban la zona.

Durante tres meses laboró para ellos, hasta que llegaron las festividades de fin de año, y con ellas la Navidad. Esa su primera nochebuena en el extranjero, Javier festejó en grande: con música norteña, comida, cerveza, whisky y tequila. Entonces tenía mil planes para aquel 2012, y ello incluía trabajar un año más, juntar dinero, y regresar a Sinaloa a instalar un negocio de comida, en Culiacán. Todo debía ocurrir a más tardar en 11 meses, pues en su mente pasaría la siguiente navidad en “su tierra”. Ignoraba que elementos de la DEA tenían meses siguiendo a la gente para quien trabajaba gracias a un informante que estaba infiltrado en el grupo al que pertenecía, y que sus planes pronto serían abortados.

 

 

La tarde del 29 de diciembre del 2011, Javier B recibió una llamada de uno de sus jefes, quien le ordenó ir con el Danny, a recoger dos libras de crystal que debían entregar a un chicano de Los Ángeles, quien había conseguido unos clientes al sur de la ciudad.

A Javier le parecía extraño la presencia de ese chicano, pues aun cuando prometía ser un buen comprador, pocos lo conocían, y tenía semanas pidiendo crystal, una droga que ellos no distribuían.

Pero como el chicano insistió mucho y prometió pagarla a un “buen precio”, los jefes de Javier terminaron cediendo y consiguieron la droga.

“La primera vez nos pidió cuatro onzas, una semana después nos pidió ocho onzas, y la tercera vez, que fue cuando nos arrestaron, pidió dos libras”, recuerda Javier.

Era claro que los agentes querían refundir varios años a los traficantes, pues negociar con más de 500 gramos de Crystal significa penas de hasta 20 años en prisión, según específica el código penal estadunidense.

Fue por ello que aquel 29 de diciembre por la tarde, en lugar de ir a comprarse ropa para la víspera de año nuevo, el Danny pasó por Javier para ir a recoger el crystal, con el “rata”, quien para entonces ya había informado a la DEA sobre la transacción, y estaban listos para, una vez que salieran de la casa del chicano, detenerlos.

Pero un momento de confusión habría de salvar a Javier de una pena más severa, pues en lugar de ir a recoger la droga, como tenían planeado, pasaron primero por el dinero; es decir, fueron directamente con el informante sin tener la droga con ellos.

“La Rata, cuando nos vio, se quedó sorprendido de que no trajéramos el crystal, pero aun así nos entregó el dinero; puros billetes de cien dólares nuevecitos, y a mí se me hacía raro que los billetes estuvieran tan nuevos”, recuerda Javier.

Salieron del depa más tranquilos, pues al menos ya tenían el dinero, aunque a Javier le seguía molestando el que los billetes estuvieran tan nuevos, pues ya le habían contado que a veces marcaban el dinero, aunque el Danny, seguía insistiendo que no pasaba nada.

Casi llegando a la ubicación donde recogerían el crystal, en las afueras de la ciudad, fueron detenidos por una patrulla del Departamento del Sheriff.

El Danny, quien conducía, se aparcó cerca de la banqueta pensando que se trataba de una infracción de tránsito, cuando de pronto llegaron más de ocho vehículos. Rápido los rodearon y entonces bajaron agentes encubiertos y encapuchados, y vestidos de civiles que de inmediato los rodearon.

“Yo miré como llegaron de mi lado, y me abrieron la puerta, y me sacaron a jalones del carro, y tomándome del cuello, me tumbaron al suelo, y me esposaron”.

Danny se resistió, y fue sometido a golpes por al menos cinco agentes federales, quienes tras romperle dos dientes, y una costilla, finalmente lo esposaron.

 

La negociación: todo o nada

Mientras el Danny fue llevado a que lo atendiera un médico, a Javier lo condujeron a las oficinas de la DEA, en Salt Lake City, donde lo aislaron durante media hora, hasta que un agente mexicoamericano que hablaba como sinaloense, llegó con él.

“No era gringo, sino que tenía toda la facha de mexicano, y ahí me cayó el veinte que, los agentes que mandan a México para hacer investigaciones no son los que parecen gringos, sino los que no lo parecen”, objetó Javier.

Fue ese agente quien le aseguró que su jefe ya había sido arrestado, y que lo refundirían muchos años en la cárcel, gracias a todas las conversaciones grabadas y vídeos que tenían de la operación.

Sin embargo, había algo en Javier que interesaba a la DEA, y ello eran los contactos que el joven de Badiraguato tenía, pero además que podía inmiscuirse al Cártel de Sinaloa sin ser detectado y lograr información para ellos; ese habría sido el motivo por el cual le hicieron una propuesta que lo hizo dudar varios minutos.

“Primero me dijeron que por los delitos que se me había arrestado podía alcanzar hasta veinte años de cárcel en una prisión de máxima seguridad, pero que si trabajaba para ellos, no sólo me iban a proteger, sino también me pagarían, y que no pisaría la cárcel, sino que me liberarían en ese momento con tal de ser su informante”.

La propuesta era bastante tentadora, pero Javier optó por negarse: “Ellos me insistieron: que borrarían mi historial criminal, que me pagarían muy bien, y que ya que les diera lo que necesitaban me podían reubicar, pero yo me negué”.

A los agentes los irritó la negación de Javier, y lo amenazaron con hasta darle cadena perpetua, pero Javier no se dobló, y al día siguiente fue llevado ante un Juez, quien tras leerle los cargos, le preguntó si se declaraba culpable o inocente.

 

—No culpable, dijo Javier al juez.

Un día después, el joven de 27 años era llevado a una prisión federal, en Utah, aunque su verdadera pesadilla estaba aún por comenzar.

 

La sombra y la muerte

El 31 de diciembre de 2011 fue el primer día de Javier en prisión, siendo ingresado a una celda donde estaría solitario, es decir, sin compañero, pero al menos le darían oportunidad de salir al comedor a consumir alimentos, y al patio durante su hora recreativa, y que al menos le permitiría convivir con otros mexicanos.

Lo que parecía ser una bendición era en realidad una maldición, pues cuando Javier ingresó al penal había guerra entre pandillas: la Sur 13, integrada por chicanos y centroamericanos, contra los Norteños, enteramente “paisas”, es decir, mexicanos.

Según explicó Javier, días antes de ser ingresado, un reo de la pandilla Sur 13 golpeó a uno de los Norteños, por lo que su líder exigió a los chicanos que disciplinaran al agresor, pero los de la Sur 13 se negaron, argumentando que había sido “un tiro derecho”. Molesto por la negativa, el jefe de los Norteños convocó a los casi mil mexicanos a que vengaran al “paisa”, pues aquel abuso no quedaría sin castigo.

Fue por ello que, cuando Javier llegó, rápido fue abordado por otros mexicanos que le informaron sobre la guerra, y que debía de pelear con los de la Sur 13, de lo contrario se debía atener a las consecuencias.

Javier no tendría otra que pelear, pues adentro de la prisión los celadores no controlaban el destino de los reos, sino las pandillas, ellos eran la verdadera autoridad.

 

El Infierno de Javier

A las 12 de la noche de ese año nuevo, Javier estaba solo entre las sombras de su celda. No hubo felicitaciones, ni tequila, ni música, ni una sonrisa, ni siquiera una voz. En su corazón en cambio, más que alegría, había miedo. Mucho miedo, pues abriéndose las puertas para el desayuno, los internos no irían por alimentos, sino irían  por sangre.

“Trae lo que tengas, compra unos cinco candados, y mételos en un calcetín, y con ese mazo rómpeles en su madre a los sureños”, recomendaron a Javier.

Otros llevarían puntas, es decir, al mango de un cepillo de dientes le sacan filo hasta volverlo puntiagudo; cuatro de esas puntas son amarradas en cada puño de los reos, de tal manera que al salir y golpear a su contrincante, no sólo abre una herida, sino que llega a sacar ojos, y se vuelve una arma asesina.

Esa guerra tenía a Javier sin dormir, pues no sabía qué esperar del pleito.

Llegada la hora, la prisión abrió las puertas para que los reos se dirigieran al comedor. Conscientes de ir a la muerte, los reos salieron al corredor, pero en el pasillo se detuvieron quedando de frente más de 500 reos de los Norteños, contra algunos 300 reos de la Sur 13.

 

La sangre como un rio

Las dos masas de más de 800 pandilleros, armados con todo tipo de artefactos diseñados para matar, se colapsaron entre gritos,  rabia, frustración, odio, y sed de venganza, pues en ese momento sólo había dos opciones: matar o morir.

Javier, quien asegura nunca haber matado a nadie, sólo miraba el encuentro de reos sedientos de sangre, pues los pandilleros armados eran quienes estaban al frente, mientras los desarmados, como Javier, entraban atrás.

Uno de los pandilleros Sur 13 intentó jalar a Javier para golpearlo, pero sus compañeros lograron defenderlo, y evitar una golpiza brutal. En ese momento el badiraguatense supo que, aunque fuera sólo con los puños, debía hacer algo, de lo contrario ese sería su fin.

La sangre comenzó a mojar el suelo, gritos de dolor acompañaban la adrenalina de una guerra que tenía como objeto la destrucción del enemigo. Los guardias por su parte habían cerrado todos los accesos para que no entraran más reos, en tanto llamaban a los internos para que se calmaran, pero era imposible, y como observa Javier, “en esas situaciones, violencia llama violencia”.

La batalla campal se prolongó durante cuatro horas, donde nadie cedía. De pronto los grupos se replegaban, en algunas celdas, en pasillos, en otros módulos con la intención de cazar a otros que intentaban ocultarse de la masacre. Hasta que alrededor de las 10 de la mañana, llegaron elementos federales a tratar de calmar el pleito.

“Yo miraba a hombres muertos, destrozados a cuchilladas, con los ojos de fuera, sangre por todas partes, pero al mismo tiempo nos cuidábamos de no ser cazados, porque estaba muy feo el panorama”, rememora Javier.

Finalmente, las autoridades negociaron con los jefes no castigar a nadie, siempre y cuando se calmaran. Una hora después, los integrantes de ambas pandillas acordaron a su gente replegarse y regresar a sus celdas “sin desayunar”. El pleito había terminado.

Javier, con un ojo morado e inflamado, golpeado del estómago y sangrando de boca y nariz, había sobrevivido. Fue ese su primer año nuevo en una prisión gringa, pero él deseaba que fuera la última vez que estuviera en un lugar así. No sabía entonces que aún le esperaban dos años más de cárcel.

 

Segunda y última parte.

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