Sobrevivir a la muerte de Fidel Castro

 

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La muerte de Castro abre un parteaguas en la política cubana de los próximos años. Cómo será la Cuba posterior a Fidel, para el cubano sencillo, es una de las interrogantes más recientes de los últimos días. 

 

En los momentos en que escribo estas líneas el féretro que lleva las cenizas de Fidel Castro transita la carretera en dirección a su último destino: El cementerio Santa Ifigenia de la ciudad de Santiago de Cuba.

 

Al amanecer del pasado miércoles, justo a las seis de la mañana, la caravana que lo regresaba al territorio oriental de la Isla iba escoltada por tres de los generales de más alto rango en el mando del ejército después de Raúl Castro. Iban también miembros de la familia, prensa oficial y la escolta de luto. A ambos lados de la vía pública, una hilera de pueblo lloraba en silencio. Un silencio de mausoleo.

 

Los rostros eran circunspectos. Todos sin excepción. Hay algo de patético en la escena. A los hombres y mujeres que lo han disfrutado, encendido y dominante, en una tribuna desde hace cincuenta años, les cuesta entender que un ser humano de la talla de Fidel Castro pueda ser reducido a una caja no más grande que un pequeño televisor.

 

Tres días después de muerto se han visto ateos persignándose, fanáticas desplomarse del llanto y opositores no confesados rendir frases de admiración por Fidel.

 

Incluso entre los sectores populares más alejados de la propaganda política ya se empieza a aceptar el suceso. Mientras regresaba todavía abrumado por el millón de personas del acto en la Plaza de la Revolución, en la primera hora de la madrugada del 30 de noviembre, decidí detenerme y comer algo en una cafetería privada en la Habana Vieja donde vivo. Antes que yo habían ordenado dos bicitaxeros (el bicitaxi es un triciclo que transporta generalmente dos pasajeros y va pedaleado por un hombre. Es muy popular en las calles del casco histórico de la ciudad en la Habana Vieja). Iban vestidos de faena, en bermudas de nylons y camisetas deportivas y comentaban en habanero vulgar entre mordiscones a una pizza.

 

—Asere, parece que ahora sí se partió el Bárbaro.

 

—¿Tú crees? No será una jugarreta de esta gente pa´ probar y ver qué bolá.

 

—No asere, no ¿Tú no viste a Raúl en la televisión? Estaba roto. Te lo digo yo. Ahora sí se rompió el tipo.

 

— Bue… Vamos a ver qué bolá brother.

 

Asistí callado al diálogo. Me pareció revelador. La desconfianza del cubano de a pie por los enunciados de la prensa oficial cubana es distintivo. Sin embargo, por estos días en las casas familiares solo se observan los rostros de los locutores de la televisión nacional en cadena y, en menor medida, alguna que otra transmisión del festejo miamense en los hogares más osados. No se escucha música en tono elevado, algo que es normal en la Habana diaria, y está prohibido vender bebidas alcohólicas.

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Nadie sabe qué pasará a partir de ahora. Fidel llevaba casi una década alejado de las grandes decisiones del país, pero su presencia física era un lastre para muchos de los que intentaran llegar al poder de diferentes maneras. Mientras estaba vivo él podía desautorizarlos en cualquier momento, como ya ha ocurrido más de una vez. Ahora se servirán de su capital histórico para ascender en la escala ejecutiva y empresarial. Los más peligrosos son los burócratas demagogos de la nomenclatura intermedia que, en esencia, son los operadores diarios del estado y el gobierno.

 

De todas formas todavía quedan varios de los más prominentes miembros de la Revolución del 59 y tardarán unos años en morir. Estos intentarán apuntalar el proyecto social y enderezar una economía desastrosa que permita entregar el gobierno a un grupo, escogido casi a dedo, entre la nueva generación de dirigentes partidistas. Su misión, por lo menos oficialmente, es continuar el ciclo revolucionario, pero la realidad actual es que los movimientos entre la casta de los hijos y nietos de los viejos guerrilleros para ocupar cargos empresariales y castrenses son ilustrativos.

 

Lo que si queda claro para casi todas las facciones que aspiran a disputar el poder político en Cuba es que los militares son una especie de garantía para mantener la soberanía diplomática y sostener a los primeros escogidos. En el peor de los casos nadie querrá renunciar a lo que se consideran los “logros de la Revolución”, pero la mayoría popular exige superarlos.

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Para el ciudadano promedio del país, más allá de lo emocional, el deceso de Fidel Castro no cambia nada de su vida práctica. Todavía tiene que sobrevivir en una economía —de doble moneda— con un salario paupérrimo de aproximadamente veinte dólares al mes.

 

Es cierto que la salud sigue siendo gratis y todavía de calidad, al igual que la educación. También se goza en el país de una tranquilidad ciudadana impensable para cualquier país del hemisferio. No obstante, a estas alturas de la historia ese fenómeno se ha naturalizado tanto en la vida cotidiana de las personas que ya lo sienten como algo normal. Y no hay nada negativo en eso.

 

Por eso es tan difícil explicar la situación cubana. Para solo poner un ejemplo, los mismos bicitaxeros que conversaban antes, en un solo día de trabajo, pueden ganar la misma cantidad de dinero que un periodista de televisión nacional en un mes. Cuando están de suerte pueden alcanzar el sueldo de un médico, que es la profesión mejor pagada por el estado en Cuba, unos cincuenta dólares, en una sola jornada de trabajo.

 

Una de las herencias más importantes del estadista y ex gobernante fallecido es dejar un país con 10 por ciento de su población con un título universitario. Más de un millón de personas. Una clase media pensante y muy exigente que será estratégica para los próximos gobernantes. Ellos están llamados a mejorar la calidad de vida de ese amplio sector si desean mantener el consenso político, muy bien armado hasta hoy por el difunto Fidel, pero que después de su hermano menor, nadie está ni medianamente cerca de igualar.

 

En negativo nos queda una amplia y corrupta burocracia empoderada. El aumento, a ojos vista, de la desigualdad social. Una absoluta falta de respeto por la opinión diferente. Una crisis profunda del sistema institucional.  Un machismo todavía rampante. El racismo solapado en crecida. Una emigración selectiva y sostenida de jóvenes profesionales. Falta de políticas públicas efectivas en sectores estratégicos de la sociedad civil. Envejecimiento grave de la población y bajísima tasa de natalidad. Además de una infraestructura obsoleta en varias generaciones, entre otros muchos pendientes.

 

Hay asuntos de segundo orden operativo pero que no deberían ser desestimados de ninguna manera. Entre ellos la necesidad de reformar el sistema electoral, modernizar el parlamento, un mayor, mejor y menos costoso acceso a internet, legislar sobre cine, medios de comunicación, acceso a la información pública y también sobre el código de familia.  Garantizar un mayor control popular sobre los poderes estatales, ampliar y promover la participación ciudadana y manejar con sumo cuidado las relaciones con los Estados Unidos. Por último y no menos importante, ampliar y profundizar las libertades civiles, por solo citar algunos de los más urgentes.

 

El potencial para cumplir lo anteriormente enumerado está al alcance del país, pero la complejidad para establecer un cálculo en las variables de la realidad cubana post Fidel Castro en los nuevos escenarios de reconfiguración del poder y/o profundización de las reformas, hacia un socialismo de control popular o un capitalismo monopolista de estado, es notable.

 

En los próximos años Cuba tendrá el imperativo de superar a Fidel, como una vez Fidel superó el destino de Cuba. En esa posibilidad está el legado del considerado por muchos como el cubano más importante de la historia.

 

*Darío Alejandro Escobar es cubano, vive en La Habana y es redactor de El Caimán Barbudo.

 

 

 

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