Punto de nostalgia: La época dorada del béisbol

 

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El clásico: Culiacán-Mazatlán y Mazatlán-Culiacán

Al caer el último out de la final de la Serie del Caribe 2016-2017, añoré otras épocas, y concluí que: De la Liga de la Costa del Pacífico a la Liga Mexicana del Pacífico existe un abismo de diferencias que el tiempo las ha marcado —1950-2017—, visto grosso modo, hablamos de 67 años.  Es posible que en los archivos del Estado existan reseñas en El Diario de Culiacán, La Voz de Sinaloa y El Sol de Sinaloa que refieran a la primera Liga, incluyendo a la del Noroeste, esto hasta la década del 70, cuando en los estadios se vivía el beisbol con conocimiento y pasión.

En aquellas décadas, desde finales de los 40, cuando Los Tomateros se llamaban Los Tacuarineros, se disfrutaba el béisbol con delirio; el público asistía a gozar cada jugada, se metía con los jugadores, con los managers y los enfrentamientos entre aficionados en ocasiones se convertían en batallas campales. Muchos fueron los camiones de los peloteros visitantes que quedaron convertidos en chatarra, la fanaticada los convertía en “ponteduro” a base de pañascazos, y hubo ocasiones en que los ampáyeres debían salir disfrazados porque afuera del estadio los esperaba una muchedumbre enardecida, dispuesta a lincharlos.

El clásico de clásicos fue siempre Culiacán-Mazatlán y Mazatlán-Culiacán. Se declaraba la guerra civil cuando se enfrentaban en una final. Los aficionados visitantes ocupaban un ala del graderío popular que se convertía en zona de peligro para los locales, por tanto, prohibido invadirlo. Llegaban con sus tambores, matracas, panderetas, trompetas para hacer ruido y armar el cotarro. Era el de aquellos un estilo tropical en el que influían bailarines y cantantes con toque porteño. Entre ambos bandos era indispensable una variedad de artículos y sustancias, arsenal de guerra para emplearse a la hora del clímax: naranjas, limones y hasta toronjas podridas, huevos enhuerados (podridos a propósito) con añil envueltos en calcetín se lanzaban para estallarlos contra el cemento de las gradas del enemigo, producían un hedor penetrante e insoportable, peor que el gas lacrimógeno. Los gritos vociferaban iracundas frases sinaloenses, que aquí no me atrevo escribir, era un intercambio que enriquecía la antítesis de la Real Academia de la Lengua Mexicana y Latina en general. Cuando las contiendas eran en Culiacán, la banda de música era la clásica, pero quien le ponía el toque bullanguero era el Chino Flores, era un maestro con la trompeta, tocaba todos los ritmos y era un experto en armar el ambiente. Una vez acompañado con la banda, aquello se convertía en un pandemonio, en compañía del padre Barraza, quien se olvidaba de la sotana y se convertía en un demonio; junto con el Chino Flores armaba la dupla que hacía bailar hasta a los tullidos.

La tensión máxima de los aficionados, de ambos bandos, ocurría sobre todo cuando en la novena entrada se empataba el juego, de ahí en adelante era un sufrir en cada entrada, era un martirio de suplicio cada que se embazaba un contrario. Cada pichada, cada swing, cada revire, cada roletazo, cada robo de base, o una señal del coach o del manager, eran motivo para morderse las uñas. Se vivían momentos tan impresionantes como el mismo silencio. Más de diez mil aficionados eran sumergidos en tensión cuando en la treceava entrada había hombres en las almohadillas de segunda y tercera, y… ¡sólo un out! Un podridito que sacara el hombre al bat por arriba de los del cuadro, significaba el triunfo feliz para unos y la terrible derrota para los otros; en ese momento mejor era la muerte. Pero si aquél era ponchado, un ¡Aaaaaaaaaaaah! de alivio calmaba a unos y aumentaba la tensión de los otros. Solo quedaba un out, el del final, o el hit del triunfo. Estas situaciones se vivieron y gozaron en extremo cientos de veces.

Al final, siendo aficionados de corazón, si ganaba el enemigo se les reconocía, aunque no se les manifestara, en todo caso, la manifestación era el silencio. Y si el local era el ganador, el estadio se convertía en un manicomio. La banda tronaba y el público bailaba al punto de colapsar las gradas. Los peloteros eran cargados en hombros y elevados a la categoría de héroes. Recuerdo un juego que duró hasta la 21 entradas, eran las tres y media de la madrugada, el centenar de aficionados que estoicos aguantamos, saltamos al terreno para subir en hombros al pitcher, el manager y al bateador del hit ganador, así, en hombros fueron llevados, en medio de una algarabía, hasta el hotel Avenida que estaba por la Obregón.

Los recuerdos son muchos, y también muchos los nombres: la Mala Torres, el Moscón Jiménez, Tomás Herrera, el Piyuyo Arroyo, el Huevito Álvarez, el Grillo Barnell Cerrel, la Coyota Ríos, Tony Oliva, el Burro Hernández. Cito esta novena en homenaje a los cientos de jugadores de aquella época dorada, y los miles de aficionados que la sufrimos y gozamos.

Cuando por alguna razón no podíamos asistir al juego, contábamos con el recurso de escucharlo por  la radio. Don Agustín D´Valdés nos ponía en el estadio a través de las ondas hertzianas. Nos transmitía la emoción del juego y los aficionados. Su peculiar estilo, su timbre de voz, su sabiduría y profesionalismo fueron únicos. Todavía no nace quién lo pueda superar.

La diferencia a que me refería al principio, la describo así: Salida de un par de aficionados del  estadio General Ángel Flores al final de un juego de la vieja Liga de la Costa del Pacífico: —­Simón. ¡Que juegazo hemos visto! —Así es Pancho, esa jugada de excuis pley fue riñonuda. —Cierto, fue un robo de home arriesgado, cerebral, ¡sorpresivo! —Sí pues. Prohibido decir Okey.

Salen dos del flamante estadio Juan Manuel Ley López: —Oye güey, te fijaste en la toma que le hicieron al par de gays. —No mames güey, esos no son gays, los que vi en la pantalla eran un par de jotos corrientes. —¡Yaaa güey, te sales! Oye güey, ¿en qué raund metieron gol Los tomateros? —Creo que… la neta güey, no me acuerdo. Pero te fijaste, güey, ¿en las morras que estaban pedas? —Si güey, tenían unos tatuajes ¡bien chilos! Hasta en las tetas…

No hace mucho invité a dos de mis nietos: 12 y 13 años. No logré que pusieran atención al juego. En mirar la pantalla, al chango y comer chucherías se les fue el tiempo; me gasté poco más de mil pesos. Desde entonces, mejor compro un six y miro el juego por tv. ¡Pixxsh, Salud!

 

 

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