Perlas de Pepe

 

Marilyn

En 1946, tras un matrimonio con Jimmy Dougherty, un joven irlandés con el que se casó a los 16 años, Norma Jeane, que para entonces ya era una belleza admirada por toda la Unión Americana por su aparición en diversas revistas, deja ese nombre para colocarse el de Marilyn Monroe. El nombre, porque estaba de moda, el apellido como un estremecedor homenaje a su madre. Esta mezcla de actitudes sería el distintivo de la diosa platinada, que en realidad tenía el cabello oscuro: su aparente tontería encubriendo un dolor profundo. Una de sus frases lacerantes lo dice mejor: “En Hollywood te pueden pagar 1.000 dólares por un beso, pero solo 50 centavos por tu alma”.

Con su nuevo nombre parece esquivar a la desgracia que la acompañaba desde los primeros días. Su ascenso al estrellato es súbito. Tiene 20 años y el mundo a sus pies: todos amaban a esa mujer de ojos entornados y toda la perfección de formas concebibles, diciendo cualquier cosa con una ingenuidad enternecedora que daban ganas de ir a cuidarla a la camita y contarle un cuento para que se durmiera, que dejara los valiums que la hacían olvidarse de que estaba en la tierra y, al mismo tiempo, amarla con locura.

¿Qué podía pedir esa mujer que circulaba en la vida con nombre falso que no se le concediera? Nada y al mismo tiempo todo. Buscó llenar su vacío existencial en un matrimonio con el mejor deportista del momento: el elegante y talentoso Joe Dimaggio, poseedor hasta la fecha del récord de 56 partidos consecutivos bateando de hit. Era el matrimonio que querían todos los gringos, como de guión de película, pero como la de Marilyn era una película terriblemente torcida, plena de soledad, de angustias, de temores, de inseguridad, tan solo duró nueve meses: “incompatibilidad de carreras”, dijeron los abogados. Aunque Dimaggio la siguió amando hasta después de muerta. Cada cinco de agosto llegaba ante su tumba con un ramo de flores.

 

Texto editado del libro Mira esa gente sola, capítulo ¿Quién quiere ser Marilyn Monroe?

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