Los mejores libros del año

El New York Times Book Review incluyó en su lista de los mejores libros del año dos traducciones del español: Los enamoramientos de Javier Marías y El ruido de las cosas al caer de Juan Gabriel Vásquez, ambas publicadas por Alfaguara. En cambio, las listas distraídas de los diarios españoles casi totalmente han ignorado la novela latinoamericana. Debe ser parte de la economía de la crisis, que apura fronteras provincianas. No importa: las listas que hacemos no proponen un canon, no adelantan una agenda, no disputan la posteridad. Más bien, testimonian el gusto literario, esto es, nuestra propia fugacidad. Si algo distingue a la novela escrita en español es su actual conciencia transatlántica, que libera a la letra nacional de su genealogía melancólica y adelanta escenarios de futuro: una escena más crítica y afectiva.
Leche. Marina Perezagua. Los libros del lince, Barcelona.
En el notable grupo de nuevas narradoras españolas (Mercedes Cebrián, Lolita Bosch, Carmen Velasco, Lara Moreno, Elvira Navarro), Marina Perezagua (1978) destaca, como bien dice Ray Loriga en el prólogo, por “una voz inquebrantable, el ritmo austero y preciso de quien sabe por dónde anda, aunque camine por la oscuridad.” En efecto, la mirada capaz de discernir la lumbre y lo tenebroso de la economía gótica, distingue la fuerza de estos relatos extremados. Si en su primer libro, Criaturas abisales (2011) predominaba una estética de lo insólito, capaz de asumir la violencia desde una impecable voz narrativa, en éste la narración avanza en lo excepcional y hace del relato la forma discernible de la violencia deshumanizadora. Esa intimidad con el riesgo atrapa al lector en una trama donde la misma naturaleza humana es intervenida y puesta a prueba por la transgresión metódica de los casos que con fervor diseña. Estos informes son parábolas que la autora expone en su gabinete de desasosiegos de la razón y escándalos de la excepción (“Los restos de una resta que no suma una vida sin borrar otra”). La originalidad del riesgo, ese arrebato preciso, tiene profundas raíces en la tradición literaria de los límites (de Bataille a la teoría transgenérica); vencidos, en este libro, por el desconsuelo y la lucidez de una escritura por demás inquietante, de un realismo orgánico y una poesía lacónica. Los relatos de Marina Perezagua no tienen explicación fuera del libro, y adelantan, como la mejor narrativa actual, una literatura sin fronteras y por venir.
Será mañana. Federico Guzmán Rubio. Lengua de Trapo, Madrid.
En su primer libro, Los andantes (1911), Guzmán Rubio (México, 1977) había demostrado su capacidad de desplegar un nuevo mapa territorial de la condición posnacional del relato del nuevo siglo. Entre el desierto y la narración, la novela es el mapa de una geotextualidad alterna, ignota, transicional. En ese formidable debut, el narrador sin amparo deambula por una serie de burdeles fronterizos en búsqueda de su mujer perdida. Otro trayecto es rehecho en esta nueva fábula, donde el antihéroe es ahora un guerrillero latinoamericano que visita los países donde ha habido una revolución para intervenir en ella. Esta Ucronía (rescritura de la historia para desmentir su complacencia) es una sátira poética (esa forma actual de un mapa alternativo), de modo que la novela es, primero, otro viaje de rescate, tan heroico como farsesco, solo que esta vez ya no se trata de la mujer extraviada sino de la utopía perdida. “¿Para qué querría vivir sino para rebelarme?,” se pregunta este sobreviviente de la revolución permanente. A las puertas de Madrid, “en el año en que estallará la nueva revolución,” la viva sátira trazada es, al final, una audaz biografía del lector imaginario.
La transmigración de los cuerpos. Yuri Herrera. Periférica, Cáceres.
Uno de los más originales escritores latinoamericanos recientes, Herrera (1970) ha recuperado la Comala de Rulfo en un paisaje fronterizo, no menos desértico y corrupto, donde la violencia es la única intimidad de los sobrevivientes, sonámbulos del purgatorio mexicano que perpetúan. El Cacique ha sido remplazado por el Capo, y el mundo de los muertos por el submundo de la mutua negación. La excesiva frecuentación de la violencia organiza la vida social, y el lenguaje es lo poco que queda del mundo roto. Ya la primera imagen anuncia un “día horrible.” Asolado por una epidemia, el pueblo es un oficio de tinieblas. La fábula gira en torno al Alfaqueque, cuyo trabajo de mediador es limpiar la sangra derramada. “Ayudaba al que se dejaba ayudar.” Su registro reconstruye el mapa de la violencia: “lo suyo no era tanto ser bravo como entender qué clase de audacia exigía cada brete.” Si en su primera novela, Trabajos del reino, el héroe era un cantante de corridos que trabaja para un capo de la droga y planea pasarse a las filas del nuevo capo, en la segunda, Señales que precederán al fin del mundo, la hermana cruza la frontera con integridad y audacia para encontrar al hermano. Imposible no ver en una la sátira del intelectual mexicano trabajando para el poder en turno; y en la otra, la saga de los peregrinos fronterizos entre la vida y la muerte. En ésta, se trata de otra clase de intermediario, aquel que negocia las treguas de la matanza. Un héroe de la cultura popular busca sobrevivir a nombre de la comunidad más improbable, restañando la sangre derramada. Al final, esta novela nos enseña a hablar el español mexicano como si fuera el lenguaje del fin del mundo.
Muerte súbita. Álvaro Enrigue. Anagrama, Barcelona
A Enrigue (México, 1969), más bien le interesa el comienzo del mundo moderno. Su proyecto narrativo pasa por reordenar la robusta Biblioteca Mexicana con mano libre y humor creativo. Con un despliegue literario tan ilusionista como creativo, realiza la proeza de subvertir el Panteón nacional no solo con la reescritura de la historia, que fue practicada con desenfado por Carlos Fuentes en Cristóbal Nonato, y con faustos del detalle por Fernando del Paso en su Noticias del imperio, sino desde la lección de cosas y casos que la historia cultural propicia en su visión del proceso histórico como relato fortuito y construcción relativista. No es que la historia se haya hecho ficción sino que la ficción se ha vuelto una forma de la historicidad. Por ello, Muerte súbita es otra enciclopedia que parte del juego de tenis (el más deportivo de todos: da igual quien gane), el barroco sonámbulo de Caravaggio (para quien Cristo y Judas se deben, según la leyenda, al mismo modelo) y el regreso de la Malinche (que ya ha leído todo lo que se ha escrito sobre ella). Esta conciencia transatlántica no es, sin embargo, acumulativa sino restada y ejemplar. Su lectura asume que la historia de México o de Roma tal como la conocemos nunca existió (Levi Strauss), ya que sabemos de ella más que sus protagonistas. Contar de nuevo la edad moderna y barroca demanda, por eso, el coloquio desembozado, más compartido que glosado. Enrigue nos dice que nuestra primera modernidad es parte de un mundo global en cuyo delirio sigue irrumpiendo el arte plumario indígena.
Fuerzas especiales. Diamela Eltit. Seix Barral/Planeta, Santiago de Chile
Solo Eltit (Santiago de Chile, 1946) podría haber asumido el omnipresente universo paralelo de la tecnología digital en una novela que es una fábula del fin de la idea de la Técnica. Porque aun si el ciberespacio es una segunda naturaleza, nos dice esta novela, solo despierta de su pausa cuando alguien pulsa la señal, y ese sujeto que aquí controla, manipula, distorsiona y subvierte el teclado es una operadora, pero no una experta sino una mujer del pueblo, un agente cultural capaz de convertir el aparato del mundo en una agencia de su contradicción o contrateclado. Nos remplaza la tecnología y adquirimos la forma de su operatividad, es cierto, pero contamos con la novela, con las mujeres, con la parte de libertad no socializada que lo femenino aun preserva contra todas las prácticas de disuasión. Esa agramaticalidad de la mujer, sin embargo, no es otra hipótesis de género sino una actualización de la rebeldía. Solo esta novela podría producir una operadora capaz de sexualizar la técnica y someterla a su cuerpo, al erotismo explícito, sarcástico y festivo, cuya habla popular está libre del lenguaje procesado. Las “fuerzas especiales” son el armamentismo, la otra cara del ciberespacio, el control policial, la violencia de un sistema que requiere retroalimentarse a bajo costo. Es cierto que la tecnología no es en sí misma ni buena ni mala: depende de para qué sirve; Eltit nos dice que sirve para sojuzgar mejor a las mujeres, para convertirlas en nueva mano de obra barata, y para reforzar la multiplicación de las armas y la vigilancia policial. Es la otra cara de lo moderno: cada nueva tecnología ha requerido el turno de las Makilas; ésta vez la privación de los celulares, la pérdida de la familia, la esclavitud del trabajo, el fin de la comunidad. Desde sus márgenes, la obra narrativa de Diamela Eltit sigue disputando nuestro lugar en el lenguaje.
El camino de Ida. Ricardo Piglia. Anagrama, Barcelona
Esta espléndida novela de desventuras es una crítica aguda del campus norteamericano, la historia del asesinato de una bella colega, y la crónica especulativa del caso del profesor americano que se convirtió en el terrorista conocido como el Unabomber. En el proceso, Piglia (Argentina, 1940) logra la proeza de atraparnos y comprometernos en su saga de policial falso y calado cierto. Como suele ocurrir con su ficción, al ingresar a su programa narrativo sabemos que la lectura discurre en un territorio de zozobra, donde el lector se convierte en un detective privado que investiga, sin prisa pero con lógica circular, las apariencias que configuran lo real. En esa zozobra sabemos que nada se definirá con la objetividad social de una representación suficiente, sino que cada escenario tiene un piso liviano; y avanzamos con cuidado, tentando el camino de las evidencias, entre las sentencias irónicas de Ida Brown, profesora de cine y sociedad en la evidente Universidad de Princeton. Su asesinato declara la desmesura del enigma. Si el encuentro con Ida es premonitorio, su peregrinaje de certezas pasa por asumir la vida de otros, y hacer sentido de sus muertes. La novela no declara la trama que la sostiene bajo lo casual, la que el lector debe deducir en un campo de intervenciones sintomáticas. En su propio tribunal, sillón clínico o tratado político, el lector recibe el cargo de juzgar por su cuenta el sentido de los hechos. Un escritor desmotivado, que en lugar de atar los hilos los desata, aprende que la realidad está hecha de pistas falsas y que nada parece lo que representa. Al final, el escritor que ha sobrevivido la violencia de su país, vive el asesinato de su colega como la dimensión de su propia vulnerabilidad entre las muertes que hacen sombra en su vida. Por ello, decepcionado por su presencia y ausencia del asesinato, el testigo–profesor–escritor se transforma en otra máscara: entrevistar al científico terrorista establece el inquietante programa de asumir la vida vivida por otro (la de Ida, la del Unabomber, la de Hudson, la suya propia). La culpa y la expiación (una transferencia argentina frente a las desventuras de su historia política) hacen de esta novela, más que una de campus u otra policial, la parábola del no–lugar del escritor en la pregunta por la sobrevida. Un viaje (de ida y vuelta) contra el tiempo del luto recurrente.

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