Hermosa manera de encontrar frescura

playa
 
 
 
 
¿Qué es lo que más te gusta de salir a la playa? La mujer extendió una estera, hizo equilibrio en un solo pie, largó el otro hacia atrás, luego lanzó unos manotazos al vacío, se arrojó, cayó con suavidad, dio media vuelta y se acostó de frente al mar.
Tenderme a mis anchas, correr olas, ver planear las tijeretas.
El hombre apuntó hacia arriba donde tres pájaros, sin mover las alas, se acoplaban a la fuerza del viento.
Y estar contigo, añadió.
Descargó un bolso de lona junto a ella. Luego la volteó a ver. El irrenunciable bikini, la piel sin bello, la mariposa nocturna tatuada en la ingle. Su cuerpo a lo largo de los años le había ahorrado una etapa biológica: de adolescente seguía siendo niña, de joven parecía adolescente, de mujer apenas era una chica. Al detenerse en el rostro se preguntó de cuántas generaciones atrás vendría su gen asiático.
Era la hora del rito, donde importaba menos la forma del mar que los colores del cielo. Incluso el siseo del oleaje podía pasar desapercibido si se miraba más allá.
¿Y hacer esculturas?
No tengo esas habilidades.
A esta hora lo que a mí me agrada es la sensación de privacidad.
Estaban acostumbrados a ver a un pescador afanándose con una carnada viva (de pronto la figura daba unos pasos hacia atrás para evitar la ola en turno). Pero esta vez no había nadie en el roquerío del Sábalo.
¿Te vas a quedar de pie?
Me gusta verte desde esta altura. Así, a la deriva.
¿Recuerdas que empezamos a venir aquí en busca de intimidad?
Sí. No había dinero para ir a otro sitio.
Además fueron tus escenarios de infancia. El lugar donde brotó el deseo. Una alfombra dorada capaz de hacer volar a quien se afinque descalzo en sus bordes. Admito que es hermoso, con la isla de Pájaros allá en frente y ese cerro al que solo le falta una cueva para semejar una colina sagrada. —La mujer se quitó los lentes oscuros y con ellos apuntó hacia la derecha.
¿Aún es tu última voluntad que esparzan tus cenizas allá? — La mujer hizo una pausa.— Porque yo no quiero cumplirla.
Creí que habíamos venido para distraernos.
No es riña. Esa se quedó en casa. O no sé dónde.
El hombre se quitó el chor de mezclilla y se quedó con otro más corto de algodón. Se tendió a su lado.
Recuerdo tus historias de niño en este lugar. Son muy divertidas. Nunca pudiste quitarte el gusto por las mujeres blancas.
Imposible: crecí viéndolas sonreírme. Con los años ya pocas personas creen mis aventuras cuando se las cuento. Las tuyas, en cambio, estremecen.
La mujer fingió no oír.
Eres un señor que se mudó de bando. Tendrías que haberte casado con una gringa. Quizá fueras feliz. Pero ya en la universidad no te eran simpáticas. Curioso.
¿Quieres que te ponga bronceador?
El sol se va.
Lo decía por el contacto.
Dios, para qué más terapias. Hasta a dar masajes hemos tenido que aprender.
No entiendo por qué te gusta tanto la playa si odias a los seres del mar.
La playa no tiene ese olor a mariscos que me provoca vértigo. Además, aquí me siento terriblemente libre. Ruedo, me paro de cabeza. Soy dueña de mí, de mis ocurrencias.
Bañémonos juntos. Como antes.
No.
El agua aún se tolera.
No es por la temperatura, simplemente no quiero más postales. Costará trabajo desalojarlas de la memoria.
Debimos venir temprano, cuando había más luz.
Puntualidad y lentitud no siempre van de la mano.
La mujer hizo un surco con el talón. Se incorporó de súbito, se sentó en posición de rana y empezó a cavar con las dos manos. Lo hacía con frenesí, como si sacara agua de un pozo.
De niña me gustaba amasar pastelillos con tierra, dijo para sí.
Ajá. Y hacer canastas. Con guayabas y unas tijeras sin filo. Luego no permitías que nadie las comiera. Manos de artista.
El hombre la miró hacer un minuto, y añadió:
O de soldado de trincheras.
¿Has visto un crepúsculo donde el sol haya sido cubierto por completo por la isla de los Ciervos?
No. Disfruta este. No tarda en aparecer tu color favorito. Voy a nadar.
El hombre se incorporó y corrió con los brazos en cruz como un actor que busca romper el papel del decorado.
Cuando volvió, la mujer yacía acostada. Esta parte del mar como un fino sudario. Solo le salía la cabeza. Tenía los ojos cerrados. Una grieta vertical en el pecho se abría al ritmo de su respiración.
Hermosa manera de encontrar frescura.
Y de friccionar mi piel. ¿Gustas? Ayúdame a salir.
La mujer abrió los ojos y le tendió una mano. El hombre la incorporó de un tirón.
Eres una pluma.
Caída del cielo.
Mira cómo dejaste el fondo. Lo tuyo es único. Nunca subiste de peso, nunca cambiaste de talla.
No hubo partos tampoco.
Ella aún se sacudía el pelo.
Me dijiste que no podría tener hijos. Mi cuerpo no genera calor adicional. Lo notaste desde la primera noche que dormimos juntos.
El hombre se puso de rodillas, se inclinó y empezó a dar de arañazos.
Cavemos más hondo. Yo no quepo ahí. Ayúdame. Tú haz la cabecera.
¿Y si nos vamos? Ya no veo el bolso.
La mujer añadió enseguida en tono infantil:
Te con vie ne.
¿Reconciliados?
Puede ser, aunque no sé si al llegar a casa me arrepienta.
Espera. Hace mucho que no hacemos esto. ¿Conoces el cuento del hombre del campo al que orinó un zorrillo y lo trajeron aquí para intentar quitarle la peste?
No. Cuéntamelo.
El hombre se acostó. El molde era perfecto para su cuerpo. La mujer se acomodó junto a él. Le sopló en la mejilla pegándole los labios.
Buenas noches. Relájate. Para eso estamos aquí.
Siento que estoy en el vientre de mi madre, pero petrificado.
Aunque el hombre hablaba, la mujer no oyó la historia: después de tantos años le seguía repugnando, como desde la primera vez que la escuchó, la fetidez del personaje.
Se concentró en arroparlo.
Sentía las yemas estropeadas. El polvo bajo las uñas empezaba a incomodarla.
Arrojaba puñados de arena y luego aplanaba, como si diera forma a una escultura.
Había cierta ternura en la labor de sus manos.
Primero las piernas, luego subió al torso y se esmeró en amurallar los brazos.
Reservó el rostro para el final.
 

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