El Solovino es el protagonista de esta historia, cualquier semejanza con Amores perros no es coincidencia.

 
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Recuerdo cuando en las tardes calurosas de verano, siendo todavía un niño de escasos diez años, gustaba de ir al monte, fue en aquellos ayeres, cuando la hoy colonia Rafael Buelna, eran lomas y cañadas cubiertas de espesa selva, árboles de todo tipo entre los que destacaban las ceibas, amapas y brasiles; abundaban las cacaraguas, los gatos y binolos. La plebada de la colonia Mazatlán, cuya última calle era la Aranjuez, nos armábamos con resorteras para ir a cazar iguanas, cachorones, víboras, tórtolas, y muy de cuando en cuando, una despistada liebre o conejo. Solovino apareció por una vereda. Al vernos se enroscó, su mirada canela era triste, y la causa era notable: estaba flaco y tenía una herida en una pata. Lo levanté y me lo llevé a casa. Mi madre me regañó porque ya teníamos otros dos: el Duque y la Pituka.
Aguanté la retahíla de doña Monchi, y me llevé al Solovino hasta el fondo del patio donde teníamos el espacio para los perros. Le curé la herida con creolina, le di agua y algo de comer. Al paso de los días ya estaba alivianado, su pelambre amarilla brillaba y alegre jugaba con sus compinches. Lo hice mi fiel compañero, me ayudaba a localizar animales y hasta me traía las palomas que lograba tumbar con mi resortera. Era un espectáculo ver cómo se desplazaba entre el monte, tenía un sentido muy fino, cuando venteaba una presa, se paraba; se quedaba quieto, eso me obligaba a observarlo, pues debía estar atento hacia donde miraba; sus orejas eran un indicativo eficaz, las movía y giraba hacia el objetivo, no fallaba. Gracias a él, siempre lograba cazar algo. Y claro, su premio eran las vísceras de las víctimas, se las sancochaba con un poco de manteca de puerco y sal, para que las comiera con sabor. Así pasó más de un año. Pero un día…
Apareció en el barrio la Pinky, una perrita lanuda, blanca como la espuma del mar y ojos de turmalina. Sus dueños formaban una familia que recién había llegado al barrio. Su fineza no combinaba con aquella familia, eran  gente de baja estrofa, mal hablados y descuidados. Pronto la perrita se convirtió en parte de una manada de perros callejeros. El jefe era un Bullmastín, un gigante de pelambre gruesa barrosa con manchas negras, su gran cabeza mostraba un hocico de enormes colmillos, y su ladrido hacía temblar; el resto de la manada eran de diversas razas, los más, de origen corriente. Se dedicaban a deambular por varias zonas que abarcaban la misma colonia Mazatlán, La Rosales, El Coloso y La Zona roja. La gente les tenía miedo, sobre todo las mujeres y los niños. Los encuentros con otros perros que eran invadidos en sus terrenos, terminaban con un tenderete de muertos y heridos; la mayoría lograban huir.
Aquel día, la Pinky pasó, cosa extraña, sola por el frente de la casa, Solovino como impulsado por un resorte se levantó, y sin más, la siguió. Yo de eso no me di cuenta porque estaba en la escuela. Cuando regresé, uno de mis hermanos me contó lo sucedido. De inmediato me di a la tarea de buscar a mi perro. Se me hizo noche y no lo encontré.
Al día siguiente fui en busca del Quelele y de Pedro el Malo, ambos eran policías de la zona, sabían de todo, y aunque eran diferentes: uno alto y flaco con cara de buena gente; el  otro, robusto, chaparrón, mal encachado, los dos se imponían en aquel medio hostil. Dominaban a los raterillos, las putitas, los padrotes, los marihuanos, y también sabían de los perros. Estaban muy pendientes porque en tiempos de verano mataban a los que se les declaraba la rabia. Lo único que logré saber es que ya tenían en la lista a varios perros de la banda que comandaba el Sansón, en especial a éste, pues ya había mordido a varias personas. No tardaremos en darle “chicharrón”, dijeron. Pero aquella noticia no me satisfizo, seguí  buscando. Recorrí  mi barrio y los aledaños, sus calles, en su mayoría eran de tierra, llenas de basura, casas de cartón, trozos de madera y lámina; algunas tenían corrales con animales: chivos, vacas, guajolotes y pichones que volaban por todas partes. A lo lejos miraba el rondar de zopilotes que se comían las carroñas. Con cierto temor, me acerqué a esos macabros festines, tenía miedo de encontrar a mi Solovino convertido en fiambre despedazado.
Los sábados, mis hermanos y yo nos levantábamos un poco tarde, mi madre nos dejaba hasta que se les “hinche el ombligo”, decía. En cambio mi padre nos levantaba desde las cinco de la mañana, si tenía alguna tarea que encomendarnos en su ladrillera. Terminaba de comer unas galletas de animalitos con café y leche, cuando escuché el rugido de Sansón y el alboroto de perros que siempre le seguían.
Al salir a la calle, grande fue mi sorpresa cuando vi a Solovino y la Pinky haciendo “corto circuito”. No lo podía creer, el remolino de perros que los seguía era impresionante; de pronto, la Pituka salió como un bólido desde el patio de mi casa, sin más, se lanzó contra la pareja de enamorados que avanzaban entre jaloneos y gruñidos. La Pituka mordía con furia a la Pinky, Sansón intervino y con sus fauces de acero partió a la atacante, quedó como cucaracha aplastada, al dar el último aullido expulsó un guacarón de sangre. La sorpresa que siguió fue que el Duke también saltó sobre el temible Sansón, pero éste se lo sacudió y con tres enérgicos zarandeos lo dejó inmóvil, le cercenó el pescuezo dejándole carne y venas abiertas con un sangral; fue una muerte instantánea. Solovino se desprendió de la Pinky, y como de rayo se dejó ir también contra el terrible Sansón, alcanzó a morderlo en la parte blanda de la panza, pero la fiera se impuso, no sin antes llevarse un zarpazo en el ojo derecho que le quedó sangrando. Solovino quedó prácticamente descuartizado; sus ojos canela se apagaron mirando la mortecina tarde nublada que se extinguía entre aquella pavorosa ladrazón, y gritos de vecinos espantados.
Enardecido entre al patio para traer un leño y darle a la fiera, en eso andaba, cuando escuché varias detonaciones. Pedro el Malo y el Quelele, con sus pistolas calibre 44 y 38 súper, habían matado a Sansón y cinco más de aquella terrible manada; el resto que eran más de cuarenta, emprendieron la estampida perdiéndose entre los callejones del caserío.
Recogí los restos de mi Solovino y entre sollozos lo enterré bajo una frondosa cacaragua que nos daba sombra en el fondo del patio.
leonidasalfarobedolla.com
 

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