Un padre no tan padre

 

 

 

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Algunas películas valen sólo por la interpretación de un actor, y en menos ocasiones nada más por su presencia. Un padre no tan padre (México/2016), ópera prima de Raúl Martínez y escrita por Alberto Bremer, es un ejemplo de eso, por la muy disfrutable y magistral actuación de Héctor Bonilla, como ese papá autoritario, renegado, egocéntrico, intolerante y mañoso que hace y dice lo que le da la gana y trata a todos con la punta del pie, pero al que en sus últimos años de existencia le toca aprender que la vida no es como siempre la había llevado, y debe acceder a las necesidades, gustos y preferencias de los demás.

La golpiza que don Servando (Bonilla) le da con su bastón a uno de los empleados del asilo en el que tiene años viviendo y nadie lo soporta, ocasiona que lo corran y tenga que ir a la casa de Fran (Benny Ibarra), el menor de sus hijos, del que sabe muy poco, pero fue el único que aceptó recibirlo.

El problema es que Fran no vive solo. Además de su hijo adolescente René (Sergio Meyer Mori) y su esposa Alma (Jaqueline Bracamontes), que no es la mamá, la casa la comparten con una pareja de homosexuales, dos extranjeros y un hippie que tiene un sembradío de mariguana.

Por si no fuera suficiente para las ideas de don Servando, su hijo tiene el pelo largo y se dedica a decorar jardines, lo que no considera apropiado para un hombre; tiene que compartir el baño, aunque no le parezca que ahí haya ropa interior tendida; y no puede abrir el refrigerador y comer lo que desee, porque cada quien tiene su propio alimento.

Cuando don Servando se dé cuenta de que no puede seguir con la misma actitud si quiere permanecer en la casa, los demás inquilinos se verán confrontados por esa forma de ser del papá de Fran, lo cual será una oportunidad para que todos aprendan que tienen algo que no le gusta a los otros y deben ceder, si desean estar mejor.

Bonilla se mueve “como pez en el agua”: las actitudes, gruñidos, miradas; la firmeza para sostenerse en su idea y las palabras que usa en su papel de renegado, que poco a poco va moderando hasta volverse uno más de esa casa en la que la diversidad y el respeto es la ley, son las adecuadas para mostrar un anticuado, amargado y malhumorado adulto mayor que termina siendo simpático, amable y caritativo.

Otro aspecto a favor de la cinta que tiene a San Miguel de Allende como fondo, es que no hay violencia, corrupción, delincuencia, impunidad ni narcotráfico: es una comedia ligera que ofrece el discurso del choque generacional, la (no) relación y poca comunicación de los padres con los hijos, la vejez y la atención que se les da o debe de dar a los mayores, de la diversidad (sexual, de razas e ideas), la vida en comuna con libertad de expresión, lo que es más gratificante que recurrir a lo mismo de siempre.

Los problemas de la película —que pudo haber estado mejor y volver entrañable a ese viejito rezongón, como lo es Carl de Up: una aventura de altura (2009)—  son su ritmo lento, que se queda corta como comedia, y que no profundiza en ninguno de los temas que plantea. Aun así, los estereotipos en los que cae se olvidan y funciona bien. No se la pierda… bajo su propia responsabilidad, como siempre.

 

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